El pan perdido
Al bajarse del tren en Auschwitz, Edith se aferró con fuerza a la mano de su madre y solo los golpes de la Gestapo consiguieron separarlas. Ellas no lo sabían, pero la fila de su madre se dirigía directamente a las cámaras de gas
Aquella tarde de primavera de 1944 olía a pan recién hecho en la casa de Edith Bruck. Vivía junto a sus padres y sus tres hermanos en el pueblecito húngaro de Tiszabercel. Era la víspera de sabbat y su madre había cocinado el pan trenzado habitual, que nunca llegaron a probar. Las SS entraron en su casa y metieron a toda la familia en vagones de ganado rumbo a Auschwitz. Ella acababa de cumplir 13 años y la imagen de aquel pan sobre la alacena de un hogar al que nunca regresó dio origen a su novela autobiográfica El pan perdido.
Cuando el pasado jueves el mundo conmemoraba el día de la memoria por las víctimas del Holocausto, Edith Bruck se presentó en Casa Santa Marta con un pan trenzado cocinado por ella misma para regalárselo al Papa: «Le traigo el pan recuperado», le dijo, poco antes de fundirse en este abrazo afectuoso, reparador e interminable. Un abrazo que dice todo sin ruido de palabras. La sincronización del cariño entre dos expertos en las heridas del mundo.
Al bajarse del tren en Auschwitz, Edith se aferró con fuerza a la mano de su madre y solo los golpes de la Gestapo consiguieron separarlas. Ellas no lo sabían, pero la fila de su madre se dirigía directamente a las cámaras de gas. Nunca más volvieron a verse. La entonces niña no solo sobrevivió a Auschwitz, sino también a los campos de Kaufering, Landsberg, Dachau, Christianstadt y Bergen-Belsen, donde finalmente fue liberada en 1945 junto a su hermana. Por el camino quedaron sus padres, dos hermanos y la mayor parte de sus parientes más cercanos.
A pesar del horror y del sufrimiento de aquella época, ella optó por no odiar. Los presos de Bergen-Belsen le habían suplicado: «Cuenta. No lo van a creer, pero cuéntalo tú si sobrevives; dínoslo también a nosotros». Ella cumplió su palabra y cuando comenzó su carrera como escritora procuró dejar siempre un poso de esperanza en todos sus relatos. Fue precisamente esto lo que sorprendió al Papa Francisco la primera vez que oyó hablar de Edith Buck. No es habitual que alguien encuentre belleza en la oscuridad y que se fije en los atisbos de humanidad que encontró por el camino y que le permitieron seguir viviendo. Mientras cavaba trincheras en Dachau un soldado le lanzó su cazo para que se lo lavara, pero en el fondo había dejado un poco de mermelada para ella. O también aquella vez que faenaba en las cocinas y una trabajadora polaca sacó un peine del bolsillo y se lo regaló al ver su pelo revuelto desde hacía meses. Instantes en los que tuvo la sensación de encontrarse con seres humanos en medio de la barbarie. «Unos pocos gestos bastan para salvar el mundo», explica Edith Bruck cada vez que, a sus 90 años, acude a los colegios para pedir a jóvenes y adolescentes que no pierdan el pan de la memoria, y que nunca permitan que la nube negra del antisemitismo y del racismo se extienda por Europa.
La amistad del Papa con esta escritora judía arrancaba hace un año, cuando Francisco la visitó en su casa de Roma para agradecerle su testimonio y «rendir homenaje al pueblo martirizado por la locura del populismo nazi». El Pontífice le repitió las mismas palabras que había pronunciado cuando visitó el memorial del Yad Vashem durante su viaje a Israel, y que se quedaron grabadas en el corazón de la escritora: «Perdóname, Señor, en nombre de la humanidad».
En este abrazo tan intenso es como si la humanidad se uniera a esa sincera petición de perdón. Cuando Bruck salió de la casa del Papa llevaba en la mano un chal de lana ,regalo del Pontífice: «Para que se caliente, que ahora hace frío». Pequeños detalles de ternura con el poder suficiente para cambiar el mundo o, al menos, para darle algo más de calor y recuperar entre los rescoldos aquel pan perdido recién horneado.