29 de enero: San José Freinademetz, el «diablo extranjero» al que convirtieron los chinos
El tirolés pasó de ver a China como «el reino del diablo» a amar tanto a sus habitantes que quiso ser enterrado entre ellos. Con el tiempo logró vencer el principal obstáculo de la evangelización: los prejuicios propios
¿Quién querría abandonar las verdes montañas del Tirol para viajar 8.000 kilómetros hacia un país desconocido a morir de tifus? Solo un santo como José Freinademetz, quien, a pesar de sus buenos propósitos y de su celo misionero, sufrió a su llegada a China una gran decepción de la que solo le salvó una conversión tardía. A veces, el principal obstáculo para el Evangelio no es la actitud del otro, sino los prejuicios propios.
Nació en 1852 en Badia, en el condado de Tirol –que por entonces formaba parte del Imperio austríaco–, en una familia con la fe sencilla de la gente de campo. Ingresó en el seminario diocesano de Bresanone, pero mientras estudiaba comenzó a crecer en él el romántico ideal de las misiones. Se ordenó y fue destinado a un pueblo muy cercano a su casa natal, al pie de los Dolomitas, pero a los dos años contactó con Arnoldo Janssen, fundador de la congregación del Verbo Divino, a la que se unió con la intención de partir a China como misionero.
En abril de 1879 ya estaba en Hong Kong, una ciudad en ebullición con menos de un 1 % de católicos. «Estoy solo en medio de un pueblo completamente pagano. ¿Qué haré aquí, qué puedo construir? Pero… ¡Dios lo quiere! ¡Así que ponte a trabajar!», escribió. Lo pasó mal: en su parroquia tirolesa los niños se le acercaban con un «alabado sea Jesucristo», y le besaban la mano, mientras que en Hong Kong nadie le hacía caso.
Freinademetz recorría los pueblos de alrededor y las islas cercanas, pero la gente salía no a conocer al sacerdote ni a escucharle, sino a ver la exótica imagen de un campesino centroeuropeo de nariz larga. «Diablo extranjero», le llamaban, mientras su desilusión por la misión crecía: para él los templos budistas, las fiestas paganas, los petardos… eran manifestaciones de culto al demonio. «China es verdaderamente el reino del diablo», llegó a decir. «Difícilmente puedes dar diez pasos sin toparte con imágenes infernales y todo tipo de maldad». Y más: «El Creador no dotó a los chinos con las mismas cualidades que a los europeos; son incapaces de motivos elevados».
Es verdad que, al llegar a la misión, José se había quitado la sotana y se había puesto una túnica azul al estilo chino; se había rapado el pelo y dejado la coleta al modo de los hombres de allí, y había cambiado su nombre por el de Fu Shenfu (sacerdote afortunado), pero por dentro seguía siendo el José de siempre. China no le había cambiado en nada.
«Una dolorosa cirugía»
Sin embargo, tantas horas de soledad y desencanto sí que le hicieron cambiar. Poco a poco empezó a ser consciente de que «el trabajo principal es la transformación de la persona interior: estudiar la forma de pensar china, sus costumbres, su carácter. Todo eso no se puede lograr en un día, ni siquiera en un año, y tampoco sin alguna dolorosa cirugía».
La cirugía a la que se sometió José fue partir en 1881 a la provincia de Shandong, frente a las costas de Corea. La zona contaba entonces con doce millones de habitantes, de los que solo 158 estaban bautizados. Pero él ya no era el mismo. Empezó a viajar de pueblo en pueblo, ya no con afán proselitista, sino con vivo interés por conocer la vida de aquellos a quienes había sido enviado.
Comenzó a estimar a los chinos como nunca había hecho, hasta el punto de no soportar que alguien hablara despectivamente de ellos. Eso hasta le trajo persecución por parte de otros misioneros: «¡Cómo puede este hombre escuchar confesiones cuando considera a estas personas como santos!», se quejaba un compañero.
Cinco años más tarde escribió a sus padres: «Les aseguro honesta y sinceramente que amo China y a los chinos. Ahora que tengo menos dificultad con el idioma y conozco mejor a la gente y su forma de vida. Este país se ha vuelto no solo mi patria, sino también el campo de batalla en el que algún día caeré».
En el año 1900 se produjo el levantamiento de los bóxers, una insurrección contra la influencia extranjera que acabó con la vida de 200 misioneros. José se dejó convencer para huir hacia una zona más segura, pero tras 20 kilómetros andando se dio la vuelta. «En medio de China quiero morir y entre los chinos quiero ser sepultado», dijo.
Sobrevivió al levantamiento, pero siete años después se desató una epidemia de tifus y se dedicó a atender a los enfermos hasta que resultó contagiado. Murió en enero de 1908: «Es como si hubiera perdido a mi padre y a mi madre», se lamentaba uno de sus fieles cuando conoció la noticia.
Para Mikaelin Bupu, de las Misioneras Siervas del Espíritu Santo, congregación hermana de la del santo, Freinademetz «no fue un mártir que derramó su sangre por la conversión de la gente, sino alguien que transformó su propio corazón y su persona con oraciones y lágrimas».