Al decir que medito muchos amigos y familiares, cristianos todos, me miran con recelo; incluso me amonestan y me advierten de serios peligros. La meditación, en el ámbito católico, es un asunto espinoso. Cantidad de cristianos, hablo de personas comprometidas, miran con recelo la práctica meditativa a pesar de que la meditación está en los mismos orígenes del cristianismo. La práctica del silencio, sentarse y repetir una fórmula a diario hasta aquietar los pensamientos, es una práctica profundamente cristiana. El mismo Jesús, se dice en los Evangelios, se internaba en el desierto o iba a la montaña para hablar con su Padre en lo escondido, o velaba durante la noche. Hasta el rosario, mismamente, consiste en la repetición de una fórmula focalizando la atención en las distintas etapas de la vida de Cristo.
La meditación despierta suspicacias porque se asocia a prácticas más exóticas de otras tradiciones, tan de moda en una sociedad que reduce la fe a una experiencia extraescolar. Prácticas que son tomadas por los occidentales muchas veces a la ligera, como analgésico o distracción. De este modo, al confesar mi afición meditadora, muchos conocidos me imaginan con un buda de plástico y envuelto en una nube y con los ojos en blanco. He aprendido a no juzgarlos: si hablan o piensan así es por ignorancia. Parte de la culpa de esta ignorancia la tiene la Iglesia, que no ha sabido o ha olvidado este don de la oración ininterrumpida. Me cuesta comprender cómo algo tan valioso ha quedado enterrado y no se tiene en cuenta. La llamada oración del corazón, la meditación hesicasta, es un tesoro que ha sabido custodiar el mundo ortodoxo. Pero El peregrino ruso, las conferencias de Casiano, la filocalía o los apotegmas de los padres y madres del yermo debieran ser lectura obligada para quien desea una verdadera intimidad con Jesús. O mejor: para quien de verdad anhela encontrar el tesoro escondido, la perla, el Reino de Dios. Todo el Evangelio, en realidad, es una cartografía del corazón humano. Un libro que da en el clavo, pienso, es Biografía de la luz, del escritor y sacerdote Pablo d’Ors, desbordado en los últimos años por el éxito.
Pablo conoce a la perfección las suspicacias que suscita la palabra meditación. Me consta que cae mal en muchos círculos católicos, y también entre los no creyentes molesta por el hecho de ser sacerdote. De manera que su posición híbrida, fronteriza siempre, molesta a los unos y a los otros. Pablo, en realidad, no ha descubierto nada. Es solamente el canal de transmisión de una tradición milenaria, que él redescubrió a través de Franz Jalics. Una práctica con siglos de antigüedad. Su mérito ha sido saber armonizar la sed del hombre contemporáneo y reconectarlo con la tradición cristiana. A los que miran con recelo esta práctica, les diría: un cristiano del siglo veintiuno no calza sandalias ni lleva túnica, pero no por eso es menos cristiano que Pedro o Bernabé. Del mismo modo, la oración hesicasta, aunque sea expresada con un lenguaje fresco, adaptado a la actualidad, sigue siendo meditación cristiana, pese al escándalo del conservadurismo, que no es respeto a la tradición sino pura ideología. La cristiandad ha expirado, la Iglesia vuelve a ser doméstica, anida fuera de los grandes templos. Ha llegado el tiempo de los santos.
Hace muchos años que practico la oración del corazón. La practico sentado en un banquito de madera o bien con un Komboskini, y puedo asegurar que me ha ido transformando. Este es el motivo por el que me alegra que tanta gente la redescubra gracias a meditadores como Pablo. Creo que hay un despertar porque la sed es grande, y que este siglo tan asediado por la tecnología, con tanta falta de interioridad, tan epidérmico, demanda una espiritualidad como la de los padres del yermo. El recuerdo de la muerte, la hospitalidad, la sobriedad o la guerra contra los pensamientos son armas válidas en la deprimente actualidad. La vida de estos anacoretas, como propone en Francia el psiquiatra Jean-Guilhem Xerri (otro canal de transmisión, igual que Pablo d’Ors), ofrece al hombre actual no solo una vida saludable, sino además una buena muerte. No puede morirse con espanto quien ha encontrado dentro de sí la vida eterna.