En los meses previos a la Revolución francesa Pierre Manceron (Grégory Gadebois) es el chef del duque de Chamfort (Benjamin Lavernhe). Tras un humillante desencuentro, Manceron es despedido y se va a vivir con su hijo Benjamín a una posta abandonada. Allí empieza a servir tentempiés a los viajeros que paran para abrevar a sus caballos. Hasta que un día aparece una misteriosa mujer, Louise (Isabelle Carré), que se ofrece como aprendiz de cocina y que convence a Manceron de volver a cocinar. De esta forma, cada vez acude más gente a la posta a degustar sus platos. Benjamín introduce exóticas innovaciones, como crear un salón con mesitas donde la gente pueda sentarse a disfrutar la comida. Se ofrecen precios populares, y burgueses y campesinos empiezan a sentarse a su mesa. Ha nacido el primer restaurante. Esto llega a los oídos del duque, que acude con la idea de recuperar a su chef para palacio. Pero las cosas van a tomar derroteros dramáticos inesperados.
La película entrelaza tres niveles de lectura diferentes: el gastronómico, el dramático y el político, coronados de ese chovinismo tan caro por la cultura francesa. En el plano gastronómico, el filme nos ofrece un espectáculo de placer para los sentidos. En el siglo XVIII la alta cocina estaba destinada únicamente a satisfacer los gustos de la nobleza. Los grandes chefs que estaban al frente de las cocinas de palacio pasaban de un marqués a otro, de un duque a otro, y la cumbre de su carrera era terminar en Versalles. Pero el mundo de la cocina de entonces nada tiene que ver con el actual, sobre todo en lo relativo a la conservación de alimentos. Tampoco la gestión del calor era tan versátil como hoy, y, por supuesto, todo lo que nos facilitan los aparatos eléctricos no existía. Para acabar de complicar las cosas, el traslado de materias primas en lentos carros por largos caminos dificultaba que las viandas llegaran en buen estado. La gente del pueblo era ajena a todo esto. Comían lo que podían para alimentarse, no existía la cultura gastronómica como fuente de placer. Por ello, el nacimiento del concepto de restaurante fue revolucionario: un lugar donde gentes de diverso extracto social pudiesen sentarse a disfrutar de menús elaborados por un chef era algo inaudito. Los banquetes son sustituidos por un salón con mesas para dos o para cuatro, donde los comensales no echan el día, sino que interrumpen sus viajes por los caminos para parar a comer. Y ahí reside la lectura política del filme: el restaurante es el reflejo de la Revolución francesa en el ámbito culinario, es la democratización de la buena mesa, que deja de ser un privilegio de la nobleza para convertirse en un placer universal.
A medio camino entre Vatel (Roland Joffé, 2000) y El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987), la película de Éric Besnard es una celebración de la buena mesa como lugar de encuentro humano, de reconciliación y de fiesta. Una película que sencillamente hace honor a su nombre.
Eric Besnard
Francia
2021
Comedia
+12 años