En su reciente viaje a Chipre y Grecia, el Sucesor de Pedro nos ha recordado y ha puesto ante nuestros ojos y ante nuestro corazón el fenómeno migratorio. Este exige respuestas claras y coherentes, que salven y promuevan la dignidad y la seguridad de las personas que llegan a nuestras fronteras.
Hoy vemos a hombres y mujeres, a familias enteras con sus hijos, provenientes de las regiones más pobres, que huyen del hambre y la guerra y vienen a tocar las puertas de Europa en situaciones muy precarias, buscando mejores condiciones de vida y un futuro. Como subrayó Francisco en Mitilene, son «comprensibles» y normales «los temores y las inseguridades, las dificultades y los peligros» que esto provoca, sobre todo cuando estamos inmersos en una crisis económica y social por la pandemia, pero la mayoría de estos miedos se diluyen cuando miramos a los migrantes a los ojos y vemos en ellos a personas como nosotros, a hijos de Dios y hermanos nuestros con sus sueños y proyectos. Los problemas, en palabras del Papa, no se resuelven «levantando barreras» ni mirando para otro lado o lavándose las manos, sino «uniendo fuerzas para hacerse cargo de los demás según las posibilidades reales de cada uno y en el respeto de la legalidad, poniendo siempre en primer lugar el valor irrenunciable de la vida de todo hombre, de toda mujer, de toda persona».
La tarea de la Iglesia es precisamente la de romper esos muros y tender puentes. Los creyentes sabemos que Dios nos ama, que hemos sido creados a su imagen y semejanza, y que le ofendemos cuando dejamos a un hermano «amerced de las olas, en la marea de la indiferencia, a veces justificada incluso en nombre de presuntos valores cristianos», en expresión del Pontífice. Nuestro estilo tiene que ser «el estilo de Dios: cercanía, compasión y ternura». Como os he dicho en otras cartas semanales, hemos de dar pasos decididos para construir la cultura del encuentro, frente a las actitudes de defensa y de recelo, o de desinterés. Hemos de construir un mundo más fraterno, en el que no cabe la intolerancia, sino que hay respeto y solidaridad.
En la Biblia, en el libro del Deuteronomio, Dios nos manda acoger al migrante, al extranjero. La acogida y la integración están en el núcleo del mensaje cristiano, como también recuerda Jesús cuando nos dice que «fui forastero y me hospedasteis». Hoy está en juego el rostro de nuestra sociedad: ¿damos valor a cada vida?, ¿somos conscientes de que el progreso de un pueblo no está solamente en el desarrollo tecnológico o económico? Y yo, ¿soy capaz de conmoverme ante alguien que llama a mi puerta?, ¿construyo mi vida al margen de la realidad y del sufrimiento de los demás? Una sociedad sin corazón pierde la capacidad de compasión. Y una sociedad que no tiene compasión no crea futuro, es estéril.
En estos días de la visita del Papa Francisco, viéndole entre los refugiados en Lesbos, recordaba la parábola del Buen Samaritano y me hacía estas dos preguntas: ¿puedo permanecer indiferente ante la migración?, ¿doy rodeos como varios de los que aparecen en la parábola y huyo de esta realidad sufriente? Cuando alguien sufre, en el margen del camino, podemos pasar de largo, mirar para otro lado, y seguir como si no pasara nada. O podemos detenernos, escucharlo, curar sus heridas y acompañarlo. Cuánto bien me hace recordar aquellas palabras de Jesús: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Ante la realidad de los migrantes, percibo que hemos de hacerlas nuestras. Acerquémonos a quienes llegan con la identidad propia de un discípulo de Cristo, que tiene la vida del Señor en él y dice a quien encuentra: «¡Ánimo, soy tu hermano, no tengas miedo!».
La experiencia de mi vida me indica que hay que conocer para comprender. Cuando se conoce y se ve toda la realidad en su contexto, se comprende mejor. No hablemos solamente de datos o de números, sino de personas, con historias reales. Esa es la manera de hacernos prójimos y de servir con el amor del Señor.