Todos los días por la tarde salgo a visitar un pueblo distinto y me llevo en el jeep a los niños y niñas de ese pueblo. Un día así, llegando con el coche lleno de críos, vi a un hombre que iba muy despacio saliendo del pueblo. Iba a pasar junto a él cuando uno de los niños sacó la cabeza por la ventanilla y gritó ilusionado: «¡Papá!, ¡papá!». Yo paré el jeep, pero el hombre siguió sin siquiera mirar a su hijo. Reconocí al hombre que iba tambaleándose. Se llama Mahendra. Y su hijo, sentado detrás de mí, Ankur.
Años más tarde me encontré un día con el mismo Mahendra. Esta vez no venía tambaleándose, sino bien sentado en su moto, que paró al verme y me saludó sonriendo.
—Vaya, Mahendra, ¡qué alegría verte! ¿Qué vida llevas?
—Estoy a punto de jubilarme y como hago muchos domingos, vengo a pasar el día con mi hijo Ankur.
—Mahendra, amigo, perdona que te pregunte, pero… ¿sigues teniendo problemas con la bebida?
—El problema sigue ahí. Pero, sabe usted, hay experiencias que a uno le cambian la vida. Hace años que uno de mis hijos me vio borracho en el pueblo. Y sentí tanta vergüenza cuando me llamó «papá», que desde entonces ya no soy el mismo. Usted no sé si se acordará… pero aquel día mi hijo venía al pueblo en su jeep.
—Vale, Mahendra. Me alegro por ti. Saluda a tu mujer y a Ankur de mi parte.
Ya sé que no siempre ese problema u otros parecidos, o peores, se solucionan tan radicalmente. Pero podría suceder más a menudo si nos atrevemos a escuchar a Dios cuando toma la voz de un amigo, de un médico, de un juez, de unos padres… ¡o de un niño!