Este jueves, 7 de octubre, se celebra el 450 aniversario de la batalla de Lepanto, en la que se enfrentaron la Liga Santa –formada por el papado, las repúblicas marineras de Venecia y Génova, Saboya, los caballeros de Malta y otros estados menores italianos, además de la Monarquía Hispánica de Felipe II– contra el Imperio otomano, conocido en aquel momento también como la Sublime Puerta.
El conflicto había comenzado hacía más de un siglo, cuando Mehmed II el Conquistador tomó Constantinopla en 1451, y quedó claro que una nueva amenaza se cernía sobre la vieja Europa. A comienzos del siglo XVI los turcos continuaron su expansión por Oriente Medio, la Europa del este, y asaltaron sistemáticamente el Mediterráneo oriental.
Por ejemplo, Venecia, a pesar de ser la distribuidora final en Europa de las mercadurías que llegaban por la Ruta de la Seda y que la Sublime Puerta le proporcionaba, mantuvo tres guerras con los otomanos por el control de sus asentamientos en el mar Egeo. Durante la última conflagración, en 1538, una Liga Santa –formada por el papado, la Monarquía Hispánica y la República Véneta– se constituyó para la campaña de Préveza, aunque la ofensiva se saldó con una derrota cristiana, lo que propició que el Mediterráneo se convirtiera en un mar controlado mayormente por los otomanos y sus vasallos, los corsarios berberiscos, que operaban desde Argelia, Túnez o Trípoli. Sin embargo, el apetito expansivo turco no tenía fin, y así, en 1570, Selim II ordenó la conquista de Chipre, a pesar de los acuerdos que había ratificado con la República de San Marcos. Famagusta, la última ciudad veneciana que resistía, cayó en agosto de 1571. El Consejo de los Diez –que regía los destinos de la República– reaccionó y consiguió que el Papa Pío V convenciera a Felipe II de la necesidad de crear una alianza, a pesar de la renuencia que este había abrigado en los primeros momentos de las conversaciones. El rey aceptó hacerse cargo de la mitad del coste de la campaña y sería el que aportase más buques de guerra –galeras propias o alquiladas– y tropas embarcadas, lo que le permitió nombrar a su hermanastro, don Juan de Austria, generalísimo al mando.
El 15 de septiembre de 1571 la inmensa armada cristiana –unas 200 galeras– salió del puerto de Mesina (Sicilia) y puso rumbo al este. Tras muchas discusiones, don Juan de Austria consiguió imponer su criterio: enfrentarse a la flota otomana. La fuerza naval cristiana se dividió en cuatro cuerpos para el combate: el centro era dirigido por el hermanastro de Felipe II, mientras que el cuerno derecho estaba bajo el mando de Gianandrea Doria, el izquierdo por el veneciano Agostino Barbarigo, y la reserva por don Álvaro de Bazán. Ya solo quedaba chocar con la escuadra otomana.
Al amanecer del 7 de octubre, ambos contrincantes se encontraron cara a cara en la embocadura del golfo de Lepanto. Los turcos, que salían del puerto de dicho nombre, se lanzaron contra la línea de la Santa Liga, sin percatarse que esta había adelantado seis galeazas –plataformas de artillería similares a una galera, pero mucho más grandes–. Al pasar junto a ellas, de repente se desencadenó una tormenta de plomo sobre las embarcaciones otomanas, lo que hizo que su cohesión se perdiera y llegaran al choque final sin el orden debido.
El cuerno izquierdo, el de Barbarigo, logró contener al derecho contrario, a pesar de que este intentó acercarse peligrosamente a la costa para sobrepasar al veneciano, mientras que en el centro la galera Real de don Juan se enfrentó a la Sultana del almirante otomano Ali Pa¸sa, al tiempo que las de sus subalternos se enzarzaban entre ellas o reforzaban con nueva infantería las naves de los dos almirantes. El cuerno derecho, de Doria, tuvo que estirarse hacia el sur, ya que el cuerno izquierdo otomano intentó sobrepasarle para lanzarse por la espalda del centro cristiano.
Sin embargo, durante el cuarto asalto que las tropas de don Juan dirigieron contra la Sultana de Ali Pa¸sa, el almirante turco fue abatido y las tropas cristianas empezaron a gritar «¡victoria!». Había sido don Álvaro de Bazán quien, gracias a su pericia, había reforzado la línea de la Liga según las necesidades de la lucha, lo que impidió que el enemigo pudiera ser superior numéricamente en algún momento del combate. Tras una batalla corta, de unas seis horas, los cristianos habían acabado con la reputación de invencibles de la que hacían gala los turcos.
La Monarquía Hispánica fue el pilar sobre el que se erigió la victoria cristiana. Los tercios españoles y las coronelías italianas a su servicio fueron la espina dorsal de un enfrentamiento que se dirimió gracias a los arcabuces con los que un buen número de soldados estaban armados, mientras que las galeazas venecianas habían causado en el enemigo una confusión de la que los aliados supieron sacar partido.
La expansión otomana por el mar Mediterráneo había llegado a su fin, algo que muchas veces parece olvidarse.