Benedicto XVI, el Papa de la modernidad
«Un rasgo evidente en Joseph Ratzinger -escribe en esta página el director de la revista Humanitas, de la Pontificia Universidad Católica de Chile- fue siempre su fidelidad a la conciencia, entendida ciertamente en la huella de su maestro, el Beato John Henry Newman, ordenada a Dios y coherente con la razón y la verdad»
El anuncio con que asombró a la Iglesia y al mundo Benedicto XVI, precedido por las palabras «después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia», ha revelado de nuevo, a la misma Iglesia y al mundo entero, con mucha más fuerza que «un relámpago en cielo sereno» -expresión con la que recogió su renuncia, en nombre de la Iglesia, el cardenal Decano, Ángelo Sodano-, la magnitud de esta personalidad que ha gobernado la barca de Pedro en los últimos ocho años, y que asistió antes, por dos décadas, el gobierno de su predecesor, Juan Pablo II.
Un rasgo evidente en Joseph Ratzinger fue siempre su fidelidad a la conciencia, entendida ciertamente en la huella de su maestro, el Beato John Henry Newman, ordenada a Dios y coherente con la razón y la verdad. Sólo bajo esta luz puede entendérsele en los momentos más luminosos, y también más dramáticos, de su pontificado, como asimismo en su largo servicio que parte con la cátedra universitaria, atraviesa su participación como experto en el Concilio, su gobierno episcopal en Baviera y que concluye, antes de su pontificado, con su histórica prefectura de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el más importante de los dicasterios romanos.
Las principales autoridades del mundo han expresado su agradecimiento y respeto a Benedicto XVI, no habiendo faltado quienes se han lamentado porque echarán de menos voz llena de sabiduría. Tienen toda la razón. Aunque, por otra parte, tardaremos todos mucho tiempo en asimilar enteramente su legado. Pues, para enseñar el Concilio Vaticano II a la Iglesia y al convulsionado mundo al que le fue entregado, la Providencia quiso juntar -en la coyuntura de un cambio de milenio- a un Papa profeta y a un Papa doctor, constituyendo entre ambos un hito histórico, no repetible por cálculos o estrategias humanas.
¿Qué viene ahora y qué debemos esperar? Desde luego, los cristianos debemos estar muy conscientes, como lo ha dicho el arzobispo de Granada, monseñor Javier Martínez, que éste es el «momento de centrarnos en la oración, y de cuidar, suplicando la ayuda de Dios, la comunión, la esperanza y la fe». Quien haya observado la proyección de la misa del último Miércoles de Ceniza en la basílica de San Pedro, puede confiar en que ello será así.
Mientras tanto, advertimos que toneles de tinta sobre papel prensa e incontables horas de transmisión televisiva se están gastando ya en todo el mundo -y se gastarán sin reservas hasta que tenga lugar el próximo cónclave- en querer convencernos, a los cristianos, que, con la renuncia de Benedicto XVI -supuestamente concluida ahora la era Wojtyla-Ratzinger-, llega el momento de que la Iglesia entre, de una vez por todas, en la modernidad. Un problema obvio radica, sin embargo, en que la modernidad que esas voces reclaman para la Iglesia, no va más allá de la que propiamente conciben y dictan esos medios de comunicación de la era secularista en que vivimos, lo que nada tiene que ver con las categorías que en realidad la constituyen.
La auténtica racionalidad
La modernidad, aprendimos ya en la escuela, queda definida por un hombre que sustenta su razón de ser en una clarividencia de pensamiento capaz de otorgarle una equilibrada autonomía. La misma autonomía que, pensando en el hombre moderno, defiende para la persona humana, por ejemplo, la Constitución conciliar Gaudium et spes (n.35-36), mientras advierte que ésta se trastorna y se pierde cuando se la entiende como «un disponer de todo sin referirlo al Creador». Ahora bien, en una época en que, al tenor de un discurrir totalísticamente técnico o tecnológico, las personas y las cosas pierden su valor, la mentalidad utilitaria pone a todo un precio -y la razón moderna cede ante la irracionalidad posmoderna- paradójicamente surge, en la confusión de la sin razón, una voz suave y poderosa que, por más de medio siglo, se constituye en la más fuerte defensa de la auténtica racionalidad, pivote de la modernidad. ¿Quién puede negar, sinceramente, que desde Introducción al cristianismo, libro infinitas veces traducido a las más variadas lenguas, pasando por el definitivo discurso de la Universidad de Ratisbona, en septiembre de 2006, y hasta hoy, nadie hay que compita a Joseph Ratzinger en orden a explicar la importancia y necesidad de ampliar la razón del hombre moderno?
Cuando se mide el legado de los dos últimos Papas según el baremo de esa razón, no reductiva, sino ampliada a los horizontes trascendentes que reclama el alma humana, no puede negársele a la Iglesia católica, iluminada por ese magisterio que fluye del Concilio Vaticano II, el justo título de adelantada de la modernidad. Sea quien sea el sucesor de Benedicto XVI, ella, el Nuevo Israel, ya cruzó el Mar Rojo. Atrás queda Egipto con sus carros y caballerías, este mundo autoproclamado moderno o posmoderno, introducido también en la Iglesia. Lo que viene ahora es la marcha en el desierto.