La familia afgana y cristiana que volvió a nacer
Adila y su familia, cristianos clandestinos que escuchaban la Misa a través del móvil, huyeron de Afganistán gracias a un escritor exiliado y al Vaticano
Aquella pregunta la dejó helada: «¿Escucháis música un poco extraña, ¿no?». Adila se mordió los labios y continuó su camino sin pararse, pero supo que era el principio del fin. A los pocos días, su padre no regresó del mercado. Su familia no sabía si lo iba a volver a ver. No sabían si iban a matarlos a todos al día siguiente. Lo único cierto es que tenían que salir de Afganistán como fuera.
Vivir la fe cristiana en clandestinidad era algo que formaba parte de su día a día. «Siempre escondidos, con miedo a ser descubiertos», señala entre lágrimas su madre. Pero con la llegada de los talibanes y la toma de Kabul «todo empeoró». Eran conscientes del riesgo que suponía ver en el salón de su casa vídeos de Eucaristías. Pero la paz que sentían con esas imágenes superaba el pavor a ser descubiertos. «Les hacía transmisiones en directo desde mi teléfono móvil. Para ellos era complicado porque nunca han ido a Misa, pero cuando veían los vídeos se emocionaban, lloraban… aunque no entendían ni una palabra», explica el escritor afgano exiliado en Italia Ali Ehsani, que sabe bien cómo es la ira de los radicales. Llegó a Italia con 13 años, completamente solo, tras un calvario de viaje en el que perdió a su único hermano. Se vieron obligados a huir de Afganistán, como tantos otros, tras el asesinato de sus padres por el simple hecho de ser cristianos. Eran los años 90, pero los talibanes «no han cambiado nada». Cuando supo que un vecino había delatado a sus amigos le invadió la culpa. Además, él era su único contacto fuera del país. Por eso pidió socorro lo más rápido que pudo. Consiguió llegar hasta el Vaticano y gracias a las gestiones de la Fundación Meet Human, del grupo de obras sociales de San Miguel Arcángel, los 14 miembros de esta familia lograron subirse a un avión fletado por las autoridades italianas justo tres días antes de los atentados en el aeropuerto.
Nada más llegar a Fiumicino les hicieron un reconocimiento médico. Uno de los más pequeños tuvo que ser ingresado en el hospital por una infección de varicela. «Nos estamos recuperando poco a poco», señala Adila desde el refugio secreto donde, además de darles una casa digna, ropa y comida caliente, reciben apoyo psicológico. Les hemos hecho una foto, pero, como ven, prefieren no mostrar el rostro por temor a represalias.
Anestesiados con opio
Antes de abandonar su casa, borraron del móvil todas fotografías y aplicaciones como WhatsApp, Telegram, Facebook, Twitter, Messenger y Viber por si acaso los talibanes lo revisaban. No querían tener nada que les identificase. Estuvieron dos semanas escondidos en un basurero. Pagaban a un guardia para que les avisase de cualquier peligro y les llevara algo de comer de vez en cuando. La espera se hizo eterna. Los niños no podían más y tuvieron que anestesiarlos con opio para calmar el berrinche. Entonces llegaron las esperadas indicaciones de Ali: «Tenéis que llegar al aeropuerto como sea». Era imposible acceder a las inmediaciones en coche. Se cogieron fuerte de la mano y trataron de abrirse paso entre los desconocidos. Pensaban que cruzar un río fétido de aguas fecales era la última batalla, pero entonces se toparon con un grupo de talibanes armados. Empezaron a golpearles. La hermana de Adila protegió con su cuerpo a su pequeño y aún lleva moratones en la espalda y en el brazo. «Son bestias, no tienen respeto por nada», afirma. Cuando se cansaron de ellos, se fueron a por otro grupo.
No es fácil decir adiós al terror. Las heridas físicas ya han cicatrizado. El problema son las del corazón. Pero mientras se realiza esta entrevista los niños juegan a la pelota por el jardín. Es una señal de esperanza. Ali relata cómo el primer día que pudieron ir a Misa solo podían llorar de la emoción: «Después de años en la oscuridad, cristianos clandestinos, es como si hubiéramos vuelto a nacer», relatan. Su memoria está llena de dolor. Su futuro, de esperanza.
El Papa recibió este miércoles en el Vaticano a tres familias cristianas que lograron escapar de Afganistán, entre ellas, la de Adila. Su madre, Pary Gul saludó al Papa entregándole su anillo –en recuerdo de su marido, detenido por los talibanes y en paradero desconocido– y una túnica en señal de toda «una vida de sufrimiento». Todos pudieron recibir el consuelo y el abrazo del Pontífice.
Francisco ya había tenido noticias de la familia cuando Javier Romero, corresponsal de Rome Reports, le entregó durante el vuelo a Budapest la túnica de uno de sus miembros. «El Papa se puso serio», recuerda. Les habían advertido de que los saludos serían rápidos, pero cuando Romero empezó a contar la historia de estos cristianos, el Santo Padre se quedó escuchando. Además, pidió que se guardara «aparte» el regalo. Son estas vidas, dice ante la Jornada del Migrante y del Refugiado que se celebra este domingo, las que la Iglesia debe acoger ensanchando «el espacio de su tienda».