Toda vida tiene un destino feliz
XXXII Domingo del tiempo ordinario
Nos acercamos hoy a un texto que, todo él, tanto en su finalidad como en sus detalles, es una lección de vida que nos da Jesús. Lo hace a propósito de una boda, para que todo lo que le escuchemos lo situemos en un clima de fiesta. Se trata de una boda con una hermosa ritualidad: la esposa espera la llegada del novio acompañada de diez vírgenes que, según la costumbre, con sus lámparas encendidas formarán un cortejo que acompañará a la esposa al banquete de bodas cuando llegue el esposo, que, por cierto, se ha retrasado. El esposo se ha hecho esperar tanto que las vírgenes acompañantes se han dormido. Hasta ahí parece que todo iba normal. Lo que no fue tan normal es que cinco de las doncellas no previeran tanto retraso y que se quedaran sin aceite en sus lámparas y, por tanto, sin luz. Por eso, al llegar el esposo, se vieron obligadas a tener que ir a buscar aceite, lo que les impidió llegar a tiempo para entrar en el banquete de bodas. Con esta parábola, Jesús deja claro que la vida tiene un destino feliz, para el que hay que estar preparados; es más, lo que Jesús hace ver es que, mientras vivimos, hay que mantener la esperanza de participar en la fiesta del reino de Dios, aunque en ocasiones nos pueda entrar sueño, como les ocurrió a todas las vírgenes. En efecto, Jesús recuerda que lo que nunca puede faltar en la vida es la orientación decidida y resuelta hacia el encuentro definitivo con el Señor. Porque, en realidad, Jesús es el esposo que estamos esperando. Así lo reconocemos en un himno de la Liturgia de las Horas: «Para que nunca ahoguen los fracasos mis ansias de seguir siempre tu voz, pon, Señor, una fuente de esperanza en el desierto de mi corazón».
Lo que Jesús dice es que la vida es vigilia; es decir, que cada vida tiene que estar orientada hacia un horizonte de eternidad, que, por cierto, hay que cultivar con la actitud prudente de las vírgenes sabias. A los que esperan como ellas, aunque se duerman, siempre les quedará la reserva de aceite de sus buenas obras y la de la gracia, que les servirá para llegar a las puertas de la vida eterna con sus lámparas encendidas. Lo contrario es la actitud de las vírgenes necias; es la de aquellos que un día recibieron la lámpara encendida de la fe y de la gracia y, sin embargo, o la perdieron o la dejaron languidecer por falta de aceite de reserva. Muchos cristianos se olvidan de alimentar su fe con formación, con oración y con la caridad y, por eso, poco a poco se va debilitando su amor primero y, a veces, sin darse cuenta, se van alejando de Dios.
Lo que pone en claro la parábola es que ser o no ser del reino de Dios depende de la preparación de cada uno; por eso, el que deja de esperar al Señor debe atribuirse a sí mismo la pérdida de su participación en la vida eterna de Jesucristo. En realidad, la reserva de aceite que nos garantiza mantener encendida la lámpara de la fe y de la gracia divina, no se puede comprar, ni alquilar, ni prestar. Por eso, las prudentes no pudieron ceder parte de su aceite a las atolondradas, porque la preparación para el encuentro decisivo con el Señor es personal de cada cristiano y vale sólo para su viaje hasta la vida eterna.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El reino de los cielos se parecerá a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. La necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: ¡Que llega el esposo, salid a su encuentro! Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas. Pero las prudentes contestaron: Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y lo compréis. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: Señor, señor, ábrenos. Pero él respondió: En verdad os digo que no os conozco. Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».