De san Bernardo decía Valle-Inclán que su poder de movilización le venía «por la gracia musical de las palabras, no por el sentido». Algo de razón tendría cuando el sacerdote católico está llamado desde antiguo a adquirir una mirada poética. Mediante la liturgia de las horas, con sus cinco rezos diarios de poesía bíblica, el sacerdote está destinado a dejar que sus horas sean transfiguradas por la lírica. Cuando se reza con gravedad, los sucesos de la propia vida se van entretejiendo en las metáforas, haciendo del tiempo profano –en apariencia banal– un tránsito a la eternidad. Todo pasa a cifrarse en el secreto lenguaje de Dios, y la propia vida llega a incluirse armónicamente en el gran poema de la historia de la salvación. Es esa fuerza sinfónica, capaz de rimarlo todo, la que debe transmitirse desde el púlpito, porque «el secreto de las conciencias solo puede revelarse en el milagro musical de las palabras».
Por eso no parece fácil de comprender –si no es por la deriva pietista– la contraposición que experimenta el poeta alemán Hölderlin entre la vocación sacerdotal y la poética. R. Safranski en Hölderlin o el fuego divino de la poesía (Tusquets, 2021) nos esboza su trágica trayectoria artística. «No me necesitan»: ese suspiro será el contrapunto de su expiración poética. «La palabra poética era para él como el aire y la respiración», y su fracaso profesional forma parte de esa cadencia respiratoria: «¿Quién puede mantener su corazón en un bello límite cuando el mundo le golpea con los puños?»; «el fracaso en los proyectos de publicación había despertado un consuelo creador, como si las derrotas lo hubieran devuelto a sí mismo». Vive entregado a la poesía, que «es alimento para Hölderlin, alimento en el sentido supremo, tanto en soledad como en compañía». Si aún necesitaba de algún sustento material, «huyendo del oficio de párroco, Hölderlin buscó su medio de vida como preceptor». Él fue «sobre todo un sacerdote de la poesía», mediador entre lo divino y la humanidad: «La poesía ciertamente ayuda a poner todo lo humano en nosotros».
Él «tenía la impresión de haber poetizado siempre. […] En la poesía estaba enteramente en sí mismo, y a la vez se hallaba unido en comunidad imaginaria con un todo». Es cierto que en sus tiempos en el seminario –en el que se amistaría con Hegel y Schelling– se inició en la filosofía, que impregnaría sus composiciones. Pero la fuerza rectora es poética: si bien «en él la poesía y la filosofía sin duda se nutrían recíprocamente, […] a veces también se estorbaban»; «Hölderlin es siempre poético, sobre todo en sus horas de sacerdocio filosófico». Pero la filosofía, con su ímpetu racionalizador, se revuelve buscando someter al lírico: «La filosofía es una tirana». Si compartió su proyecto con los mentados idealistas, será poniendo como condición la primacía poética.
Contra Fichte, encontrará que «en el juicio [yo soy yo] se esconde una división originaria» insuperable para la filosofía: «Quien juzga sobre sí mismo en esta división de sí es siempre también otro y no él mismo». Solo será posible a través de la poesía, en la que «el yo no topa con la resistencia del no-yo, […] donde el yo se conserva como escenario de este grandioso desposorio con la naturaleza». Así, el «acto supremo de la razón […] es un acto estético; […] la verdad y la bondad solo están hermanadas en la belleza».
Por eso la «locura» de su última etapa fue su último y supremo ejercicio de la razón «en tiempos de indigencia»: «Pues no siempre una débil vasija es capaz de contenerlos [a los dioses] / solo en ciertos momentos soporta el hombre la plenitud divina». A Hölderlin le sucedió «como a Tántalo, que recibió a los dioses más de lo que podía digerir».
Rüdiger Safranski
2021
336
21 €