«Una pastoral misionera no se obsesiona por transmitir, de modo desestructurado, un conjunto de doctrinas para imponerlas insistentemente. El anuncio misionero se concentra en lo esencial, en lo necesario, que, por otra parte es lo que más apasiona y atrae, es lo que hace arder el corazón, como a los discípulos de Emaús»: con estas palabras de su reciente entrevista a La Civiltà Cattolica -publicada el unísono por las revistas de los jesuitas en todo el mundo, y que hoy aparece íntegra en estas mismas páginas de Alfa y Omega-, el Papa Francisco no puede ser más claro, justamente al evocar al Maestro, nuestro Señor Jesucristo, que sin duda hace arder el corazón. «La Iglesia, a veces -dice también el Santo Padre en la entrevista-, se ha dejado envolver en pequeñas cosas, en pequeños preceptos, cuando lo más importante es el anuncio primero: ¡Jesucristo te ha salvado!»; todo lo demás viene después.
El Papa recuerda cómo, «durante el vuelo en que regresaba de Río de Janeiro, dije que si una persona homosexual tiene buena voluntad y busca a Dios, yo no soy quién para juzgarla», y añade: «Al decir esto, dije lo que dice el Catecismo», y poco después, en referencia a distintas cuestiones morales, precisamente porque son las consecuencias de la «propuesta evangélica», de «la frescura y el perfume del Evangelio», no duda en remitir a «la opinión de la Iglesia, y yo soy hijo de la Iglesia». Sí, la opinión de la Iglesia, sencillamente porque «quien a vosotros escucha -dice Jesús mismo a sus discípulos-, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado». No es, pues, la de la Iglesia, una opinión cualquiera, ¡es la luz esencial de la fe en Jesucristo, que ilumina la vida entera y que se nos da, con todas las garantías de Quien es el Camino, la Verdad y la Vida, en el Catecismo de la Iglesia católica!
En la Constitución apostólica Fidei depositum, de 11 de octubre de 1992, «para la publicación del Catecismo de la Iglesia católica, redactado después del Concilio ecuménico Vaticano II», en el 30 aniversario de su inicio, Juan Pablo II recuerda que «el Papa Juan XXIII le había asignado como tarea principal custodiar y explicar mejor el precioso depósito de la doctrina católica, para hacerlo más accesible a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad. Por consiguiente, el Concilio no tenía como misión primaria condenar los errores de la época, sino que debía, ante todo, esforzarse serenamente por mostrar la fuerza y la belleza de la doctrina de la fe», ¡la belleza de Jesucristo! «Leyendo el Catecismo de la Iglesia católica -subraya Juan Pablo II-, podemos apreciar la admirable unidad del misterio de Dios y de su voluntad salvífica, así como el puesto central que ocupa Jesucristo… Él es la verdadera fuente de la fe, el modelo del obrar cristiano y el Maestro de nuestra oración».
He ahí la esencia de la catequesis cristiana: acoger el Don precioso que es Jesucristo, y seguirle a Él, más aún, identificarse con Él, encontrando así la propia identidad, como proclama san Pablo: «¡Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí!» Con Él y en Él -que eso es, exactamente, la catequesis cristiana- podemos afrontar el camino de la vida no a ciegas, sino con la luz de la Verdad, que se identifica con el Amor y alumbra la gran esperanza de la libertad verdadera. Es la frescura y el perfume del Evangelio que, en la Misa de apertura del Año de la fe, el 11 de octubre de 2012, nos regaló el Papa Benedicto XVI en su homilía, tomando la imagen de la lectura litúrgica del libro del Eclesiástico, que «habla de la sabiduría del viajero», y sin duda «el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas -se pregunta el Papa- sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión, sino el Evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Vaticano II es una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia católica, publicado hace 20 años». Para el camino de la vida, en efecto, no necesitamos más que eso: el frescor del Evangelio y la belleza de la fe que se hallan en el Catecismo de la Iglesia católica, no frías prescripciones morales, ni estériles doctrinas abstractas, sino la frescura y la belleza de Jesucristo. No hace falta más: con Él, en quien habita toda la plenitud de la divinidad, que, por tanto, todo lo ilumina y lo vivifica, lo tenemos todo.