En un poema titulado El precio, Jiménez Lozano elabora una lista apresurada de los sencillos dones que ha recibido al vivir. Las tardes rojas, los árboles entre la niebla, las dulzuras del amor, el bálsamo de la literatura, la contemplación de algunos cuadros, una estatua… Todo esto hay que pagarlo con la muerte. Y añade enseguida: «Quizá no sea tan caro». Mi admirado C. S. Lewis dejó su magistral testimonio: «El dolor de ahora es parte de la felicidad de antes. Ese es el trato». Entre las cosas que yo deberé pagar con la muerte están, sin duda, los atardeceres madrileños. Varela, Valle-Inclán, Baroja y Azorín escribieron sobre ellos porque, procedentes de otras latitudes de España, supieron saborear su insólita belleza. El espectáculo del fuego en el firmamento capitalino a Castelar le pareció fulgurante, incomparable, algo que jamás había visto en lugar alguno. «Ni en Venecia siquiera, ni en Roma».
La tierra está desnuda junto al cielo incendiado mientras cae la tarde, llenándose de nostalgia y los vehementes ocasos —malvas, rojizos, anaranjados—, vistos desde el parque del Retiro arrebataban el cielo de Madrid como un fogonazo cósmico. En ninguna parte del mundo una Feria del Libro despedía la tarde, a caballo entre mayo y junio, con tal sinfonía de colores, mientras el sol se desvanecía más allá de la serranía morada. Otro año más, la pandemia romperá el hechizo de esas semanas en las que los escritores nos encontrábamos cara a cara con nuestros lectores en una ceremonia plenaria mezcla de rendimiento de cuentas y manifestación de deseos. El aire ya sereno invita a la confesión y a la promesa en medio de un público mayoritariamente fiel al que una y otra vez le digo que yo solo escribo, como Antonio Machado, todo lo que me emociona, y que seguiré hablando de España «tan anterior a mí y que yo quiero, quiero, viva después de mí». Ahora me presta Jorge Guillén sus palabras, pero siempre tendré a mi lado cualquier otro poeta que sepa contagiar la verdad última de mi patria.
Estaba lleno de razón quien escribió: «Si me dejan componer todas las baladas de una nación no me importa quién escriba las leyes». ¡Lástima que en nuestros tiempos pocos hayan asumido la tarea de afirmar la solidez histórica de una nación, la honra de su pasado, el decoro de sus principios fundacionales, su servicio al humanismo europeo y el papel indispensable desempeñado por nuestra cultura en la formación de Occidente! Aunque el indigenismo americano le niega estatuas, Hernán Cortés fue, con su conquista de México concluida en agosto de 1521, el cantor de la mejor balada hispana, el protagonista de una de las hazañas más asombrosas de la Historia, cuyo éxito fulminante fue debido a que los españoles supieron manipular los enfrentamientos internos de los pueblos precolombinos y consiguieron articular alianzas con las facciones enemistadas.
Esto recuerda que la dominación social no es un invento occidental, y que en América había formas brutales de poder que no tenían nada que envidiar a las practicadas en Europa o en Asia en las mismas fechas. Tras la estela de Cortés, los capitanes hispanos llevan la imprenta y la gramática de Nebrija, fundan ciudades, construyen iglesias y levantan plazas y universidades. Embarcan la lengua no del imperio, sino de la imaginación, del amor, de la justicia: es decir, de don Quijote. Curva airosa de Góngora a Neruda, o de Cervantes a Vargas Llosa, pasando por Rubén Darío, César Vallejo, Alejo Carpentier, Octavio Paz, Juan Rulfo, Onetti… Lengua de asombros y descubrimientos para hablar con Dios, lengua de la celebración, pero también de la crítica, que un día es la de Juan de la Cruz, y al siguiente la de Jovellanos, y al que sigue vuela al jinete de Lorca, que nunca llegará a Córdoba tan lejana y sola. Un proyecto mucho más salvífico que las expediciones perdidas en busca de un mítico Dorado; fosa, lago o fantasía que se desvanece en los ojos alucinados de los perseguidores de quimeras. Entre los siglos XVI y XVIII son una treintena las universidades asentadas en la América española. La primera fue la de Santo Domingo, fundada en 1538. La de Lima se creó en 1551, al igual que la de México, ambas con clara influencia salmantina. Todas muy anteriores a la primera universidad de la América anglosajona, Harvard, que se remonta a 1636.
El Siglo de Oro de las letras hispanas disfruta de un dorado crepúsculo en el México virreinal en la obra lírica y dramática de la carmelita sor Juana Inés de la Cruz. Pensó que en la serena luz del claustro y en la soledad de la celda podría encontrar lo que en el México del siglo XVII no podía hacerlo fuera pues se tenía por deshonesta .Se equivocó. Sus hermanas de convento la miran con recelo y el zopenco de su confesor pontifica que escribe con «malas artes de macho». Sus perseguidores triunfan. Sor Juana renuncia a las letras, acepta el silencio y así México dice adiós a su mejor poeta.