Lo humano y lo humanísimo
Esta foto de hoy mañana será con niños y esposa y público gritando y abrazando, y con el móvil olvidado en algún cajón, sonando sin que nadie lo oiga, porque el ruido y la furia de un estadio lleno de hinchas lo habrá silenciado
Luis Suárez acaba de ganar la liga con el Atlético de Madrid, equipo que le recibió tras el menosprecio del F. C. Barcelona. Se ha reivindicado con una buena colección de goles y siente que su resarcimiento es total. Y así, tranquilo por haber demostrado su valía, se tumba en el césped de un estadio pandémicamente vacío y se dispone a contárselo a su familia. Que es, como siempre, la que sostuvo el drama de los días oscuros. Pero la foto es también retrato de este tiempo de hiperconexión y desencuentro. Como han escrito Han («los medios digitales favorecen la desaparición del otro haciéndolo disponible»), Hadjadj («barbarie y sofisticación van de la mano») y algún otro, cuanto más nos conectan las tecnologías más separados estamos, porque no nos miramos ni nos abrazamos, ni esperamos en silencio a que el otro calle, ni nos esforzamos por devolver la mirada ni por vestir razonablemente bien para una conversación y un gin-tonic. Ni siquiera esperamos a que acabe la canción. Ahora nos conectamos al principio del día y ya no nos soltamos de ese algoritmo que nos pega a la pantalla y nos endurece el corazón.
La pandemia ha acelerado ese proceso. A cambio, nos ha regalado una liga apasionante que ha ganado el Atleti, que simboliza el esfuerzo, el barrio, la aceptación de la cruz y la vocación concreta. Solo el Atleti, que nos hace sufrir y vivir, podía ganar la Liga de este año de asepsia y tristeza. La noche del triunfo Fernando Torres se acordó de su abuelo, que le hizo del Atleti, y con él todos los que nos hemos sentido minoría en la tiranía de las aulas, en aquellos lunes en los que había que hacer de tripas coraje y convicción. Por eso Torres fue el niño con el corazón a rayas que nos devolvió el orgullo, porque le vimos peleando contra gigantes y le sentimos como uno de los nuestros. Como a Koke, vallecanísimo, que se llevó a Zorrilla la bandera que colgaba en su cuarto de la infancia; como a Correa, que se dejó en el campo su corazón herido; como al Cholo, que nos entiende; como a los que no están: ese sabio que nos enseñó a ganar y volver a ganar. Disculpen la primera persona, pero yo también fui uno de esos niños.
Ahora bien, este fútbol de gradas vacías es una ordinariez. Ojalá el próximo curso volvamos a ver a jóvenes y mayores disfrutar de esta fiesta particular, del ir y venir atestados en el metro, del bocata y la cerveza y el runrún al ver a Messi en la banda y el silencio que precede al grito colectivo de ese gol disfrazado de chivo expiatorio que sí, puede que nos narcotice, pero que, sí, también nos libera. Esta foto de hoy mañana será con niños y esposa y público gritando y abrazando, y con el móvil olvidado en algún cajón, sonando sin que nadie lo oiga, porque el ruido y la furia de un estadio lleno de hinchas lo habrá silenciado. Humano es compartir la felicidad, humanísimo es hacerlo en persona.