6,74 euros - Alfa y Omega

6,74 euros

Estamos a tiempo de convertirnos en abogados defensores de quienes, como el muchacho oscuro y de luz de nuestra foto, como otros 400 millones de niños en el mundo, siguen doblando la espalda y cerrando los ojos

Guillermo Vila Ribera
Foto: AFP / Bakr Alkasem

El trabajo dignifica a quien ya jugó con los amigos, a quien ya tropezó con los pies de sus padres en el salón, a quienes ya metieron sin querer el dedo en el enchufe, a los que ya lloraron porque el agua de la ducha estaba demasiado caliente –«¡quemaaaaa!»– o fría  –«¡está fríaaaa!»–; a quien no se quiso dormir porque había un monstruo de tela bajo el armario, a los que ya agotaron la paciencia de sus padres y aun así siguieron saltando en el sofá nuevo de Ikea. A quienes no jugaron, no tropezaron, no saltaron, no los dignifica el trabajo, los esclaviza. Y eso es lo que les pasa a cerca de 400 millones de niños en el mundo que, según Unicef, están siendo esclavizados en trabajos denigrantes y peligrosos para su salud y desarrollo. Por esta razón, este viernes se celebra el Día contra la Esclavitud Infantil.

El niño de la foto no es Iqbal Masih, pero pudo haberlo sido. Masih trabajó durante años en fábricas de alfombras de Pakistán. A los 10 años, junto a otros compañeros, empezó a denunciar –a quien quiso oír– las condiciones salvajes en las que miles de menores eran maltratados en esas fábricas. Tan solo dos años después, el 16 de abril de 1996, Iqbal era asesinado por las mafias de las alfombras. Por eso este día nos acordamos de su pequeño cuerpo y de su gran lucha y seguimos preguntándonos qué clase de vacuna necesita nuestro mundo para curar esa infección mundial. ¿Dónde está la medicina que cure esta terrible desigualdad que viven muchos países del mundo? Uno se pregunta si en vez de mascarillas en la nariz y en la boca nos hemos puesto un antifaz en los ojos y un hielo en el corazón. Este chico sin nombre, el de la foto que les mira, sale de la luz, que podemos atisbar al fondo; una luz pobre en todo caso, como de cerilla barata, temblorosa, de esas que no aguantarían ni el más mínimo portazo. Pero luz en todo caso, detrás de su frágil cuerpo, como esperándole, como soportando el peso de la vida en medio de la oscuridad inmensa que amenaza con devorar todos sus años, sus ojos grandes, su mano de jubilado abierta sobre la rodilla cansada. Delante de su vida parece abrirse un camino de noche y ceniza, la noche oscura.

Todos los niños vienen de la luz. Y con su inocencia salvan al mundo que, herido de cinismo y amargura, les recibe a veces con ecuaciones varias sobre la suerte y la mala suerte, que esa suele ser la explicación más común para decidir si uno nace en Boston o en Punyab. Como Iqbal, a quien su padre cedió a unos explotadores a cambio de 600 rupias. Al cambio, 6,74 euros. Tenía 4 años [a veces cuesta seguir escribiendo; le tiembla a uno la mano, hay un silencio denso y fatigado que sube por el estómago y acaba en los dedos]. El niño Iqbal Masih quería ser abogado para poder defender con razones nuevas a los otros niños esclavos. Él no pudo cumplir su sueño, pero nosotros sí estamos a tiempo de convertirnos en abogados defensores de quienes, como él, como el muchacho oscuro y de luz de nuestra foto, como otros 400 millones de niños en el mundo, siguen doblando la espalda, cerrando los ojos, haciendo algo para lo que no han sido creados. Sin poder llorar porque el agua de la ducha está fría o caliente.