«Gracias». Es lo único que me contestó. Lo repitió tres veces. Quizá para comprobar que lo había entendido bien. Le intentaba decir que confiara más en nosotros, aunque en ese momento no lo comprendiese del todo. De la misma forma que él se lo pedía a su mujer y a sus cinco hijos, que le esperaban en el campamento saharaui del que partió. Su respuesta me llevó a otros «gracias» que recibo de las personas que acompañamos cada día. Por un momento de escucha, al explicarle cómo llegar a un lugar de la ciudad, por avisar de un cambio en el programa, por preguntarle cómo le ha ido la clase de castellano o tras realizar juntos una gestión. Otro chico agradecía que le hubiésemos explicado la importancia de llamar a la puerta antes de entrar.
¿Se puede vivir agradecido tras abandonar, sin una despedida, aquello que te sostenía? ¿Puede mantenerse esta acitud en una situación que no se llega a comprender? Cuando se vive entre pérdidas y heridas sin curar. En el tiempo en el que se experimenta la soledad y los sueños se frustran. Tras desengaños y decepciones. Errantes en una sociedad que se olvidó de ser madre y hogar. Justo ahí, expresar el agradecimiento es un acto de valentía. Algo revolucionario. La gran mayoría de ellos lo hacen. Porque «Dios nunca me ha dejado» y «tengo vuestra ayuda». Así se convierten, con esta sencillez y confianza, en un espejo incómodo que nos desnuda. Invitándonos a reconocer como extraordinario todo aquello que calificamos de normal.
Por eso hoy quiero dar las gracias. En primer lugar a estos hombres y mujeres que mantienen la inocencia y se atreven a confiar. Que siguen encontrando motivos para reconocer el bien en sus vidas. Y que, a pesar de que la noche sea densa, saben descubrir la luz para atravesarla iluminando todo a su paso. Que disfrutan y te invitan a hacerlo con ellos.
Gracias a quienes se abren a otras vidas sin tener en cuenta el pasaporte y creen de verdad en otra humanidad. Una donde se mira desde abajo y se camina de la mano sin preguntar nada. Donde cada uno es tierra sagrada y todos van descalzos. Gracias a quienes creen que aún se puede sembrar en los márgenes y tienen la paciencia de esperar a que la higuera dé frutos, aunque haya que esperar un año más.
A todos aquellos que no tienen miedo a caer; a quienes mantienen la fe y la fortalecen en la dificultad, a quienes siguen sonriendo. A todos aquellos que nos invitan a ser cada día un poco más humanos. Simplemente y sinceramente gracias.