Muriel Barbery nos presenta a Rose, una botánica que apenas ha vivido a sus 40 años. Solitaria desde la infancia, alejada de su padre y desatendida por una madre sumida en la melancolía, va pasando por la vida de puntillas, distante de todo y de todos, sin atarse a nadie ni a nada. Incluso a los amigos, a los que viene queriendo con tibieza, deja de verlos a raíz de la muerte de su abuela. Prefiere los gatos a los humanos. Estamos ante un caso de bloqueo emocional, de pérdida total de aptitudes para ser feliz. Pero todo cambia cuando le golpea la orfandad completa y literalmente. Se ve embarcada en un viaje a Kioto para atender el testamento de su padre, al que nunca llegó a conocer. Allí es recibida en la casa tradicional paterna, donde la espera un séquito de allegados (Sayoko, Beth, Keisuke Sibata, Kanto…) entre los que destaca Paul, un joven belga, viudo prematuro con una encantadora hija de 10 años, Anna, a su cargo.
Veremos a una Rose, en absoluta tensión, rebelarse contra todo por sistema. Cada vez más exasperante. Cada vez más patentes sus carencias y debilidades. Es difícil dar afecto cuando no se ha recibido. Pero no imposible. Poco a poco, irá abriéndose al mundo, a las personas y al amor. Té verde, sake frío, sashimi rojo, sashimi blanco, tofu con salsa verde, jengibre y brotes locales con palillos. Masticar despacio, recuperar el sabor de la vida. Todo un ritual de los sentidos para simbolizar cómo Rose vuelve poco a poco a sentir. Lo último en abrir(se) será su corazón. Es así como asistiremos a los primeros compases de autodescubrimiento de la protagonista a lo largo de una hoja de ruta que su padre le ha dejado marcada sobre una suerte de mapa de jardines apacibles, que le invitarán a explorar a fondo su naturaleza contemplativa.
Comprenderá hasta qué punto fue su madre, Maud, pura tristeza; hasta qué punto, ella, pura rabia. Y también acabará descubriendo quién fue realmente su padre, Haru; la razón de su obligada ausencia y cuánto la amó en verdad. ¿Cuál es el duelo más difícil, el duelo por lo que se ha perdido o el duelo por lo que nunca se ha tenido?, se preguntará Rose. No estará sola para encontrar respuestas y cerrar heridas. Porque, por supuesto, se cumplirá lo que esperábamos desde su primera aparición: Paul será una pieza clave en la búsqueda identitaria, el principal apoyo de Rose, su paciente guía y protector. Sabremos que es un hombre esencialmente bueno, que ha pasado los últimos diez años cuidando enfermos, entregado a su hija y a su trabajo. Junto a él, ella aprenderá a valorar la intimidad por encima del sexo fugaz. Él, a su vez, se enfrentará a sus propios fantasmas, y, en tándem, se atreverán a reconocer sus propias fragilidades. Esto culminará en un pasaje tan escueto como conmovedor, apenas una frase relativa a la transfiguración repentina del rostro de Paul, hasta entonces atravesado por una tristeza abisal, gracias al poder de la risa.
Toda la lectura está embriagada por un esteticismo inspirado en la cultura japonesa, experimentado desde una óptica occidental. A pesar de la intensidad, hay frescura de haiku. El libro apunta hacia un camino de evolución personal que, no obstante, queda incompleto. Intuimos que el final de la historia no es sino un reinicio, el comienzo de algo más importante, la ruptura de un cascarón. Pero, a todas luces insuficiente, deja ganas de ir más allá, porque a la pareja le quedan muchos miedos por superar (el miedo al fracaso; pero otro más grave, el miedo al éxito). Nos dicen que lo harán juntos, eso consuela. Y se apunta a una buena dirección: avanzar mediante una auténtica entrega al prójimo; amor a manos llenas para hacernos libres, completarnos y florecer en el acto de dar y de darnos.
Muriel Barbery
2021
192
18,50 €