Los contemporáneos de Jesús, como observa Sesboüé, tenían un concepto de los milagros diferente al que podemos tener en nuestros días. Para ellos, de alguna manera, todo el orden de la naturaleza participa del orden de lo divino, del milagro. El lenguaje de la Biblia, obviando con frecuencia el papel de las causas segundas, atribuye todo a su causa primera. Por otra parte, también la literatura extrabíblica conocía no pocos casos de curaciones y milagros.
Para reconocer el milagro como signo, el hombre debe estar atento a su contexto de oración y de fe que le da sentido. Los signos de Jesús no son nunca simple prodigios, como en los relatos apócrifos, sino que entran siempre al servicio de la predicación sencilla del Reino de Dios. Tampoco obra nunca Jesús un milagro en beneficio propio, antes bien, los milagros se dirigen siempre al bien de los demás, especialmente de los más desfavorecidos.
Por eso, siempre el milagro, que procede de la libertad gratuita de Dios, reclama un compromiso de nuestra propia libertad para su aceptación. De alguna manera el milagro provoca la fe, invita a la fe, toda vez que la supone en cierta medida. Todos los milagros, tanto en el Evangelio como en la vida de la Iglesia después, tienen por objetivo anunciar y manifestar la realidad del mundo nuevo de la resurrección: los primeros, porque la anticipan, los segundos porque actualizan su fecundidad, aplicando en cada ocasión los frutos de la victoria del resucitado a la espera del triunfo final.
Una afirmación unánime en nuestros días es aquella que reconoce que la redacción de los milagros, tal como nos ha llegado, sería impensable sin una base histórica, si Jesús no hubiera realizado una actividad pastoral cargada de hechos y palabras. No se podrían explicar todos estos textos, desde el evangelio más antiguo —el de San Marcos—, sin reconocer en su origen un fundamento histórico importante.
Los milagros son, en la vida de Jesús, un signo de contradicción significativo. Para unos son expresión del demonio, para otros de un embaucador que transgrede la ley. Jesús no duda en realizarlos cuando encuentra una confiada y humilde disposición, pero él mismo, al realizar sus obras, reclama discreción y prudencia, no queriendo ofrecer otro signo más definitivo que «el signo del profeta Jonás».
En los Evangelios se distinguen dos tipos de relatos milagrosos: los exorcismos y curaciones, y los milagros realizados sobre la naturaleza. Hay acuerdo general para admitir la historicidad de la actividad de Jesús de sanación y exorcismo, junto a la enseñanza y la predicación. Muchas veces el exorcismo, dirigido a librar de la potencia del maligno, conduce también a la curación, si bien no toda enfermedad se presenta como obra del demonio. La relación de ambas cosas recoge la convicción del vínculo que existe entre el mal moral y la enfermedad física. Sin poder adentrarnos en nuestra redacción —es siempre una invitación a una lectura personal posterior en profundidad—, sí se puede decir que ante todos estos relatos no se puede prescindir de la clave interpretativa de la fe. Todos sus estudios, por muchos que sean, dejan al hombre sobre el dintel de la propia libertad de su fe.
Pero también encontramos relatos de milagros en el cosmos. Si para muchos se trata de relatos simbólicos, con escaso o nulo valor de historicidad, para otros es cuestión de acontecimientos reales, con fundamentos arqueológicos disponibles o sometidos a los diversos criterios de historicidad utilizados para el estudio de otros escritos antiguos. Sea como sea, Sesboüé nos invita, en su conclusión, a reconocer que una investigación histórica no es capaz de dar una respuesta exhaustiva al hecho de la historicidad de estos milagros, dado que no cabe una plena certeza acerca de los hechos realmente acaecidos.
Asimismo, el teólogo francés sostiene que una fe que se apoya sobre el fundamento de una historicidad global –de los evangelios– podría guardar un cierto recelo ante la afirmación de la historicidad de algún milagro en particular. La enseñanza de la Iglesia, escribe él, pide aceptar el fundamento histórico de los milagros, pero sin imponer el reconocimiento de la historicidad de todos y cada uno de ellos. En el fondo, estamos ante el misterio, y aquí nos topamos una vez más con la trascendencia de Dios.