Juan Ignacio Vela Caudevilla: «El edadismo es un problema»
El presidente de la federación Lares, que agrupa a las residencias de mayores y dependientes de inspiración católica, denuncia que durante la pandemia «se ha roto el pacto social según el cual los fuertes cuidamos a los débiles»
Al inicio de la pandemia el Gobierno de Aragón pidió a Juan Ignacio Vela, franciscano de la Cruz Blanca, que se hiciera cargo de una residencia pública y luego de un centro intermedio para la COVID-19. «Estamos donde lo público no llega y a lo mercantil no le interesa», explica el también presidente de la federación Lares, que agrupa a 1.050 residencias de inspiración católica para mayores y dependientes.
Ya en marzo de 2020 Lares se dirigió a todas las autoridades posibles denunciando la situación en la que se encontraban y la falta de apoyo. El informe que acaban de presentar un año después, ¿ratifica ese diagnóstico?
Totalmente. Íbamos avisando, escribiendo al Gobierno sobre la realidad que estábamos viviendo y el desamparo que sufríamos. La interlocución con el Ejecutivo nacional fue nula. Nadie nos llamó para preguntar qué pasaba. A los centros sociales nos obligaron a ser centros sanitarios, sin tener nada y sin colaborar con nosotros. Había, y a veces varias veces al día, cambios de protocolo (sobre las mascarillas, el uso de fármacos, la limpieza de superficies o de los suelos) sin consultarnos.
A prueba y error.
Desconocíamos las causas del contagio. Lo primero que tenemos que hacer es un gesto de humildad: nadie estuvo a la altura de las circunstancias. Por ejemplo, se nos pedía que hubiera el mínimo contacto con la persona presuntamente infectada: que una única persona, en el mínimo número de entradas posible, la limpiara, le dejara comida para todo el día y le tomara la glucemia y la temperatura. Era una relación muy dura. Luego aprendimos, y descubrimos que con medidas de precaución se podía entrar más en las habitaciones. Pero las primeras medidas fueron tan tajantes que ocasionaron mucho daño.
¿Cómo lo vivió usted?
Yo estaba en un centro de enfermos de sida, un grupo muy vulnerable, y me llamó el Gobierno de Aragón el 9 de marzo para que, ante la situación de desbordamiento, dirigiera una residencia pública donde había COVID-19, organizara el aislamiento y aplicara las medidas de prevención. Unos diez días después solicitaron que abriéramos un antiguo convento que estaba rehabilitado para que fuera un centro intermedio para personas con COVID-19. Fue de los primeros que se hicieron en España. Lo hemos cerrado el 28 de febrero.
Para pedir ayuda sí había interlocución.
La Administración autonómica sí recurrió a nosotros para cosas puntuales. Pero luego no nos preguntaban por los protocolos. Nosotros (Cruz Blanca y Lares) estamos contentos de colaborar. Las residencias no lucrativas tenemos que estar donde no llega la Administración y a las mercantiles no les interesa estar: residencias pequeñas, en el mundo rural… En la pandemia se vio muy claro que nos necesitaban, y ahí estuvimos. Cumplimos y estamos orgullosos.
Fueron de los primeros que denunciaron los triajes que negaban atención sanitaria a los mayores.
Los traslados los organizaban los servicios de Salud, y veíamos que desde las residencias no se hacían. En algunas comunidades autónomas como Cataluña y Madrid –pero hay más– se ha constatado que hubo órdenes directas que decían que una persona con COVID-19, más de 70 años e insuficiencia respiratoria no iba al hospital. Lo mismo una vez dentro del hospital para ingresar en la UCI. Lo comprendería si fuera una decisión médica; si un profesional dijera que no se trasladara a alguien porque se va a morir por el camino, o porque aunque ingrese en la UCI su pronóstico no va a ser mejor. Pero si el criterio es que tiene 70 años, eso es edadismo, discriminación por edad. Se ha roto el pacto social según el cual los fuertes cuidamos a los débiles. Va a haber que reescribirlo.
¿Cómo capearon el temporal los centros de Lares?
Yo no puedo poner la mano en el fuego por nuestras más de 1.000 residencias, pero no somos conscientes de que en ninguna de ellas haya habido problemas graves o que hayan llegado a la Fiscalía. Aunque muchas han tenido una afectación altísima, hasta del 90 % de los residentes y el 70 % de los empleados. Esperable, ya que en algún momento los protocolos decían que los trabajadores esenciales teníamos que ir a trabajar aunque estuviéramos contagiados, porque no había gente. Y además la Administración, de una forma poco leal, se llevaba a nuestros trabajadores ofreciéndoles mejores contratos. Mientras, en algunas comunidades el personal de atención primaria estuvo en casa y solo acudió a trabajar voluntariamente quien quiso ayudar.
¿Cómo salieron adelante con tanto en contra?
Nuestra filosofía, desde el humanismo cristiano, es poner a la persona en el centro. Nuestros centros no son tan grandes, y tenemos un personal con mucha vocación, que está orgulloso de trabajar desde estos valores. Y hemos tenido que invertir muchísimo dinero de nuestros fondos de contingencia. También ha existido mucha solidaridad por parte de la ciudadanía, y la colaboración de muchas empresas. A nivel nacional, hemos recibido más de 500.000 euros en productos donados. Lo que podemos aprender es que juntos podemos salir; no tomando decisiones cada uno sin contar con el otro.
¿Hasta qué punto ha afectado la soledad a nuestros mayores?
En algunos momentos lo han pasado muy mal. Muchos no entendían el ver en una pantalla a su hijo o su nieto que iba a verlos todos los días. Para ellos el tiempo no tiene el mismo valor: quieren dedicar cada segundo a lo que les es más importante, el cariño de sus seres queridos. Y eso ha tenido consecuencias. Hemos visto a gente muy triste, y a otra a la que se le han agravado sus problemas crónicos, las demencias, los trastornos del comportamiento. Y ha habido fallecimientos por soledad. La pregunta «¿para qué quiero vivir un día más si no puedo hacerlo al lado de la gente que quiero?» es lo que mejor lo resume. Los centros intentábamos paliar el aislamiento, y ha habido iniciativas bonitas como el envío de cartas de los vecinos. Pero no estaba el abrazo del nieto.
Se han vulnerado sus derechos fundamentales, por ejemplo prohibiendo la despedida de los familiares al final de la vida. En nombre de la prevención se tomaron medidas que no son para nada saludables. Hay derechos que tienen que ser los últimos en limitarse. Pero lo que hemos visto es que primero se aisló a las personas más débiles y luego a todo el país. Hubiera tenido más sentido cerrar primero el país para que no hubiera contagios comunitarios.
El aislamiento ha durado casi un año.
Los protocolos eran diferentes por comunidades autónomas, pero en general ha habido poca relajación de las medidas. En los meses posteriores a la primera ola se podrían haber buscado formas de facilitar el contacto. Centros nuestros han usado espacios plastificados para poder tocarse, o salas con un cristal en las que el residente estaba en un lado y sus familiares entraban directamente desde la calle por otro. Con el consentimiento de las partes, se intentaba cumplir la norma pero al mismo tiempo facilitar la relación todo lo posible; aunque se rozara el límite legal.
¿Han respirado tranquilos con las vacunas?
Ha sido darles alas y ver la luz al final del túnel. Todavía se mantienen algunas medidas de seguridad pero se permiten las salidas con familiares. Ya no estamos en un espacio de vulnerabilidad. No estamos libres de contagiarnos, pero sabemos que no va a causar el mismo daño.
En los 25 años que tiene Lares, las residencias religiosas han pasado de ser casi la mitad al 14 % por la irrupción de las privadas seculares.
Hay fondos de inversión que han buscado en las residencias de mayores la oportunidad de obtener nuevos ingresos. Si no dan beneficios, los socios no seguirán invirtiendo. Son centros muy grandes y trabajan con un modelo económico de escala, con lo que intentan reducir gastos. Y en algunas, la plaza cuesta 4.000 euros al mes. Hay residencias concertadas lucrativas que llenan todas las plazas que pueden por su cuenta, y las pocas que quedan vacías las tienen como concertadas. Las no lucrativas funcionamos al revés: ocupamos todas las plazas que podemos concertadas… y el resto para quien ni puede optar a ellas. Creemos que los servicios sociales, como este o la educación, no son un ámbito en el que conseguir dinero. Con el dinero público no se deberían financiar empresas que lucren a particulares, sino a entidades que si por una buena gestión tienen beneficios los reinviertan.
En cambio, ustedes llevan tiempo denunciando que les falta financiación.
El modelo está intervenido. Las comunidades autónomas te exigen unas ratios de personal. Que, por otro lado, son mínimas y muchas veces tenemos que poner más nosotros. Y también fijan el precio de la plaza: de promedio 53 euros por persona y día. Algo estamos haciendo mal si como sociedad estamos diciendo que la atención que queremos prestar tiene que costar ese dinero. Habla de la falta de reconocimiento que tiene en España el cuidado, siendo algo esencial que nos debemos como sociedad. El cuidado no formal no tiene ningún reconocimiento, y por el formal se pagan 1.000 euros, cuando llega, porque desde la Administración no aportan más. Qué menos que nos dieran lo mismo que le cuestan a ella las públicas, en torno a los 180 euros por persona y día. Así garantizaríamos una atención a la dependencia mucho más igualitaria. Pero es un debate en el que no se ha querido entrar.
¿Qué limites del sistema de residencias se han diagnosticado con la pandemia?
Todo lo que pueda decir ahora ya lo señalábamos antes. Pero ha servido para ponerlo en las primeras páginas de los periódicos. Y esperamos que dé fruto. Tenemos tres problemas fundamentalmente. Uno es el edadismo, la tercera discriminación más importante en España. Se ve también en que no hay un sistema para que los mayores participen en la sociedad, cuando a nivel de conocimiento y experiencia puede que estén en una época de la vida mejor que muchos. Otro problema es el menosprecio hacia todo lo que rodea a las residencias.
¿La falta de recursos de la que hablábamos antes?
Sí. Y además, la falta de salario emocional. Da vergüenza decir que trabajas en una residencia porque ha habido un discurso intencionado de que nosotras teníamos la culpa de lo que estaba pasando. ¿Tenemos la culpa de tener al colectivo más frágil, de lo tarde que se pusieron medidas de prevención, de no tener material para algo que no era una contingencia normal, de que no hubiera tests, respiradores y camas de UCI? La ministra de Defensa salió diciendo que habían encontrado una residencia con fallecidos dentro. ¡Si los servicios funerarios no daban abasto! En España se valora al que cura, no a quien cuida. Te puedes morir en un hospital y aplaudimos a los profesionales. Pero si alguien se muere en una residencia te llevan a la Fiscalía porque algo habrás hecho.
¿Cuál es el último problema?
El modelo. Para el 2050 el 30 % de la población va a ser mayor, y la sociedad en su conjunto no está preparada. No va a haber instituciones ni personal suficiente para cubrir las necesidades brutales de la dependencia. El sistema debe cambiar. Primero, mediante la prevención. Y segundo, algo muy importante: generando recursos adecuados para que las personas puedan mantenerse en el ámbito familiar. Nosotros pedimos esto, porque aunque tenemos residencias sabemos que nada va a sustituir la vida que tengas en tu entorno. Necesitamos ciudades amigables con los mayores, que todos los pisos estén adaptados, y cambiar los servicios de ayuda a domicilio. Con 40 horas a la semana como máximo no hacemos nada. Hay que generar otro tipo de apoyos, también en la comunidad. El Estado no va a poder resolverlo solo.
¿Y las residencias?
Se tienen que quedar para las personas gravemente afectadas con alzhéimer, demencias o trastornos del comportamiento. Y, en ellas, tiene que haber una atención integral centrada en la persona, adaptándonos a ella con recursos modulables, normativas flexibles que favorezcan diferentes modelos, creación de unidades de convivencia o minirresidencias dentro de las residencias… Junto a esto hay que trabajar mucho la coordinación sanitaria y de servicios sociales, con un sistema único y una mejor protección frente a la enfermedad crónica. Y garantizando médicos de las áreas de salud que accedan a las residencias. No podemos ser el low cost del sistema sanitario, poniendo nosotros enfermeras y médicos que luego no pueden recetar. Esa persona mayor tiene derecho a la misma atención sanitaria que todos.
¿Han visto cambios necesarios en las residencias religiosas?
Poner a la persona en el centro ya es parte de nuestros valores. Donde más dificultades hay es en las infraestructuras. Hay edificios con muchos años que necesitan grandes inversiones para poder llevar a cabo este cuidado de la forma adecuada. Por eso estamos haciendo incidencia para que el sector no lucrativo se pueda beneficiar, y prioritariamente, de los fondos que tienen que llegar de Europa. En parte son para la remodelación de centros asistenciales.
Es difícil hablar de grandes obras cuando las congregaciones religiosas, reducidas y envejecidas ellas también, tienen problemas incluso para la gestión diaria.
Eso nos preocupa. Se está viendo que con los religiosos no se puede llegar a todo. Pero antes de vender o cerrar siempre les animamos a que formen asociaciones donde ellos tengan una participación y puedan unirse otros con la misma espiritualidad y valores para llevar la misión adelante. En el mundo residencial sigue siendo muy importante que no se pierda el humanismo cristiano.
Usted ha llevado todas estas propuestas a la ponencia de estudio sobre el Proceso de Envejecimiento en España. ¿Qué acogida han tenido?
Tanto desde la izquierda como desde la derecha agradecieron nuestra participación y acogieron bien nuestras valoraciones. Les llamó la atención nuestra crítica no conformista. Planteaban que con lo que decíamos «el modelo actual tiene que cambiar tanto que no lo vamos a reconocer». Ojalá. También estamos colaborando en el Libro Verde del Envejecimiento, de la Comisión Europea, y en la Mesa de Derechos de las Personas Mayores, en las Naciones Unidas. Creo que se está viviendo una minirrevolución importante del sector, y que todo esto va a generar una sensibilidad diferente en lo social y en lo político. El sector necesita más dinero, y de la UE está llegando y llegará mucho para un cambio. Hay que verlo como una inversión, no como un gasto. En el Senado, además, dije que la mejor política de igualdad y feminista es buscar mejores condiciones laborales en este sector, donde el 92 % de profesionales son mujeres.