El artista que buscaba a Dios en su pintura
Al pintor ruso Alexei von Jawlensky solo le interesaba establecer el vínculo entre el arte y Dios. Su objetivo fue explicar un humanismo religioso, en concreto con la forma del rostro. La Fundación Mapfre de Madrid ofrece una completa retrospectiva de su obra
Alexei von Jawlensky (1864-1941) es uno de esos artistas que han permanecido en oscuridad durante demasiado tiempo y hoy se reconoce como una de las figuras más importantes del arte de la primera mitad de siglo XX. Además, al igual que Kandinsky (su gran amigo) fue uno de esos pintores que se atrevieron con las líneas fovistas y expresionistas antes de que cuajasen en Francia.
Nació en Moscú, pero su destino le llevó a desplazarse en numerosas ocasiones. Gracias a esto pudo conocer el panorama cultural de Centroeuropa. Estas nuevas inspiraciones las compaginó con sus raíces eslavas y se convirtió en la bisagra artística entre Europa del Este y del oeste. Tanto fue así que llegó a formar parte del grupo Jinete Azul con los expresionistas alemanes, e incluso a conocer y trabajar con otros autores como Cézanne, Matisse y Dreain, por mencionar algunos.
La exposición que ofrece la Fundación Mapfre en Madrid (hasta el 9 de mayo), hace una completa retrospectiva de la obra de este gran pintor, devolviéndole el posicionamiento que merece en los libros de historia del arte. Pero no solamente se limita a narrar su trayectoria como pintor, sino que atiende muy necesariamente a la faceta que le dotó de tanta singularidad.
La cultura eslava siempre ha bebido de una espiritualidad muy característica, la cual es patente en la obra de muchos artistas locales desde la antigüedad. Pero Jawlensky va más allá. Su profundo misticismo y religiosidad se convertirá en la columna vertebral de su creatividad. Durante varias décadas de su carrera se empeña en encontrar la manera de sintonizar el arte y la religión. Finalmente lo consigue con una figura sorprendentemente básica: la cara humana. En sus palabras: «Sentía la necesitad de encontrar una forma para la cara, porque había entendido que la gran pintura solo es posible teniendo un sentido religioso, y eso únicamente podía plasmarlo con la cara humana».
Jawlensky es especial entre sus colegas rusos vanguardistas, porque sus declaraciones sobre su arte no se dirigen a justificar con teorías una novedad pictórica. A él solo le interesa establecer el vínculo entre el arte y Dios. Su objetivo es explicar un humanismo religioso, en concreto con la forma del rostro.
Esto tuvo su punto de partida cuando visitó por primera vez una exposición. Él mismo relata que «era la primera vez en mi vida que vi cuadros, y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sancta sanctorum».
Aunque todas sus pinturas de caras tienen títulos, el artista no pretende retratar a nadie. Estas caras tienen el denominador común de ser prácticas en el descubrimiento de un nuevo icono religioso. Jawlensky a sus 9 años quedó prendado de un icono de una Virgen en una iglesia polaca, y quedó conmovido al ver la cantidad de personas que de rodillas oraban ante ella. Desde aquella experiencia, los iconos han sido una fuente de inspiración importante. Es necesario apuntar que esta inspiración no se reduce a un tema meramente formal, sino que ocupa un lugar fundamental en su práctica artística. Jawlensky busca releer el icono primitivo a la luz de una mirada moderna que también encierre una carga simbólica espiritual. Tanta fue su obcecación con la forma del rostro y con esta investigación que, cuando sus colegas rusos y centroeuropeos caminaban ya en el descubrimiento de la abstracción, Jawlensky se resistió a esta inevitable desembocadura vanguardista. La intención y sentido de la obra de Jawlensky no podía abandonar la figuración, porque siempre buscará ese humanismo religioso.
No obstante, cuando la abstracción empieza a asentarse más en las tendencias del arte, nuestro hermético artista consigue flexibilizarse en las últimas dos décadas de su vida, pintando caras más geométricas y menos realistas. Pero también porque su interioridad avanzó en una serie de meditaciones sobre el infinito, el universo y la frontera entre lo humano y lo divino. «La cara no es solo la cara, sino todo el cosmos […]. En la cara se manifiesta el universo», explicaba. En esta etapa las formas se simplifican cada vez más y se reducen a pocas líneas. De este modo profundiza en un recuerdo de la cruz de Cristo, haciendo una fusión formal entre cara y cruz. En estos años finales, su gran obsesión fue representar a Cristo doliente. Además se identificó personalmente con este tema, porque sufrió artritis durante los últimos cinco años. Tenía que pintar primero sujetando el pincel con ambas manos y más tarde atándose el pincel a la muñeca. Buscó a Dios en el arte hasta el final de su vida.