Poesía y arquitectura. Curiosa y muy fructífera combinación. Porque el poeta, a fin de cuentas, no es más que un constructor de hogares lingüísticos, un creador de lugares que permiten habitar el mundo –en ocasiones, tan repleto de sinsabores y sinsentidos–. Joan Margarit, poeta y arquitecto leridense, escribió gran parte de su obra en catalán; porque una lengua no se elige, se nace en ella y, como tal, también es madre, cimientos, y amparo.
Margarit, que falleció el 16 de febrero, cultivó una poesía que afrontaba la realidad, que no le tenía miedo, aunque sí expresó los temores que debemos afrontar. Todos. Sin excepción. Jamás se parapetó en la literatura para esconder sus sentimientos, sino que la empleó para expresarlos y, más aún, reivindicarlos; porque la poesía solo es significativa, en términos biográficos y antropológicos, cuando enuncia el vivir de la existencia: justamente aquello que convierte la existencia en biografía, en un relato, en el relato que somos.
Uno de los momentos más trágicos, pero también más fructíferos, de la vida de Margarit fue el fallecimiento de su hija Joana (apenas tenía 30 años), a quien dedicó un poemario homónimo. En aquel instante le separaba de su hija «el abismo del nunca más. Los 30 años que hemos vivido juntos son ahora el único contrapeso y mi tesoro». En uno de sus poemas, «Recompte», reconocía, en un diálogo imaginado con su mujer, que «nuestra hija es la angustia por el paso del tiempo / que, despacio, va helándonos la vida». Con la muerte «todo pierde su frágil misión», pero, por otro lado, la palabra, en su misterioso y atemporal hacer, puede recorrer el pasado, hacer prisionero el recuerdo y mantener viva la memoria del amor, la memoria del milagro.
En ese sentimiento, que podríamos tildar de esperanzado desconsuelo, deambuló toda la poesía de Margarit. Porque todos somos polvo que al polvo vuelve, del cual la palabra, aquel lógos de los griegos que se presenta como origen de todo, también es final. Un final que, en su meta, se reinventa y, llegado el punto final, busca una nueva hoja en blanco en la que, de nuevo, la palabra renace: como cobijo. Porque «la libertad es un extraño viaje», pero, sobre todo, una forma de amor. De construir(se) refugios que habitar.