Ante el posicionamiento que estaban alcanzando la ciencia y la tecnología, el conocido químico y premio Nobel Illia Prigogine elaboró en los años 90 su tesis sobre El final de las certidumbres. Defendía que lo esencial de la realidad es que el mundo está lleno de incertidumbres, por lo que lo más inteligente es aprender a convivir con ellas y no dejarse llevar por la inercia del caos. Ciertamente, el vendaval tecnocientífico que nos envuelve acaba condicionando, sin darnos apenas cuenta, nuestros comportamientos, nuestras relaciones y, en suma, nuestro estilo de vida.
En palabras del Papa Francisco en la encíclica Laudato si, la humanidad ha asumido la tecnología con un paradigma homogéneo y unidimensional, que se presenta como el colonizador dominante de las mentes, de los comportamientos y de la cultura, condicionando la vida de las personas y el funcionamiento de la sociedad. Ante esta circunstancia, el Pontífice proclama «una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático» (LS, 111).
En efecto, nos encontramos en una sociedad globalizada e hiperconectada donde el progreso tecnológico y científico están imprimiendo un ritmo vertiginoso. Y, en paralelo, la inmediatez y la falta de tiempo nos acaban imponiendo una simplificación de los mensajes, buscando respuestas fáciles y sencillas a los grandes problemas que nos atenazan.
Valorando en positivo todo ello, tenemos el privilegio de ser testigos directos de un progreso científico y tecnológico inimaginable, como diría Alvin Toffler en su obra El shock del futuro. Pero ello implica, correlativamente, que cada uno de nosotros tenemos la responsabilidad de velar por que ese ritmo tan vertiginoso no vaya consumiendo o esquilmando los valores culturales y éticos de nuestra sociedad, acción sobre la cual las humanidades han sido y deben continuar siendo piedra angular para articular ese equilibrio.
Las humanidades y, en definitiva, el pensamiento y la reflexión, cumplen una función social de orientación y estructuración de comportamientos y actúan como faro en las manifestaciones que dentro de la sociedad se van materializando. Arnold Tonynbee sostiene que una civilización nace de una respuesta victoriosa a un reto; el reto de las humanidades es dar, por tanto, una respuesta victoriosa a la civilización tecnológica en la que nos encontramos inmersos. Pensar, en el más profundo sentido de la expresión, nos sirve para tomar distancia de la realidad con el fin de poderla examinar más críticamente, de valorar racionalmente nuestros comportamientos y de armar argumentos que nos permitan un diálogo con el otro y entender mejor otros puntos de vista.
Ahora bien, con relación a todo ello, como decía Ciriaco Morón en su obra Las humanidades en la era tecnológica, tendríamos que olvidar dos prejuicios: la nostalgia de pasados supuestamente gloriosos de las humanidades que, quizás, nunca existieron, y la obsesión de una guerra defensiva frente a la técnica. La crisis de las humanidades que tanto proclamamos en estos tiempos es común a toda su historia y comparto con el citado autor que esta desazón no es de nuestro tiempo, sino una constante en la tradición del pensamiento occidental. No se trata, por tanto, de subestimar las modernas tecnologías ni de poner en contraposición las letras a las ciencias, sino de apostar por un diálogo entre ellas.
Por eso, no debemos tampoco dejarnos llevar por un melancólico recuerdo del papel que pudieron tener las humanidades en el pasado, sino promocionar en el ámbito educativo y social los espacios de pensamiento y reflexión que permitan seguir aportando y orientando a la sociedad actual de la tecnología digital y de las investigaciones científicas. Favorecer el pensamiento crítico y la verdad, promover una comprensión crítica de los fenómenos que nos están sucediendo como humanidad, es una tarea esencial. Cuando se piensan estos problemas y fenómenos humanos desde una dimensión más universal desaparece el detalle en el que muchas veces nos enfrascamos y se alcanza un grado de empatía mayor que nos permite entender y construir una mejor vida social, política o económica, en términos de cordialidad, como diría Adela Cortina en su obra Ética de la razón cordial.