La transexualidad, entendida como el deseo de transición hacia el sexo contrario al biológico, surge de una disconformidad entre la imagen corporal deseada y la percibida. Suele acompañarse de experiencias de angustia, ansiedad, depresión, y otras, y puede ser permanente o resolverse en algún momento de la vida, especialmente tras la adolescencia.
Desde los colectivos LGTBI se sigue presionando para despatologizar, es decir, normalizar esta situación, frecuentemente acompañada de sufrimientos para el que la padece, tratando de excluir del proceso cualquier control médico, que incluye diagnóstico, tratamiento y seguimiento de posibles trastornos que acompañen a esta disforia y pueden ser sus causantes o sus agravantes.
Este pretendido proceso de normalización quiere justificarse desde estos colectivos esgrimiendo dos argumentos difícilmente sostenibles. El primero de ellos consistiría en la negación de la identidad sexual binaria, varón y mujer, y su contribución a la identidad personal. La supuesta existencia de multitud de sexos –fuera de toda evidencia científica– junto a la posibilidad de transitar entre ellos sin dificultad alguna, obedeciendo al simple deseo, permitiría la elección de la propia naturaleza sexual y la transición al sexo contrario, o hacia ninguno de ellos.
Con métodos farmacológicos y quirúrgicos se persigue, con dudoso éxito por cierto, alcanzar el espejismo de la autónoma configuración sexual, como si el sexo genético y los complejos procesos endocrinos, bioquímicos, fisiológicos y anatómicos dependientes de él no existieran en absoluto o fueran modulables a voluntad. Esto exige agresivas y prolongadas intervenciones, acompañadas de importantes efectos secundarios bien descritos clínicamente, que afectan a la salud corporal y psíquica de aquellos que las sufren. En muchas ocasiones los desequilibrios que inducen estas intervenciones resultan total o parcialmente irreversibles, asunto de especial gravedad cuando, por practicarse prematuramente y sin soporte clínico suficiente –tal como pretende el borrador de la ley trans preparado por el Ministerio de Igualdad–, son realizadas en adolescentes en los que la tendencia transexual suele desaparecer tras la adolescencia. La prematuridad de estas intervenciones agrava sus efectos secundarios futuros y complica la reversibilidad del proceso en caso de arrepentimiento.
El segundo argumento es la ilimitada autonomía que se pretende conferir a todos aquellos que deseen modificar su apariencia sexual –que no cambiar de sexo, que no es posible biológicamente–, eliminando barreras, requisitos, tiempos de espera, asesoramiento médico o psicológico o incluso prohibiendo y persiguiendo cualquier terapia que contribuya a la identificación con el sexo biológico con el fin de superar el proceso de disforia. Y, si es necesario, contradiciendo la decisión de los padres o tutores si no coincide con la del menor.
El complejo proceso madurativo personal incluye la aceptación de la naturaleza heredada como constitutiva de la propia identidad. Este es el proceso que debe potenciarse, acompañando, orientando, educando o, si fuera necesario, tratando a todos los que lo necesitan.