Donde habita el silencio - Alfa y Omega

En el debate acerca del lugar del intelectual cristiano en nuestro tiempo ha habido una cuestión que no ha dejado de estar presente, con mayor o menor relieve, y no solo en esta última hornada de fin de año. Me refiero a la tentación de reclusión individual en lo que afecta a nuestra fe, y a la colaboración aconfesional, y en definitiva, laica, con todos los que comparten una preocupación radical por la injusticia y un constante esfuerzo por remediarla. La fe correspondería a una actitud dejada en manos de nuestra propia conciencia, confinada en la intimidad de nuestra oración o expresada en la comunión fervorosa de las celebraciones sacramentales. La caridad hallaría su plena realización en la lucha contra la degradación social de los indigentes, en el esfuerzo por la paz, en la denuncia de los abusos contra los más débiles y en la reprobación de las situaciones espantosas que amenazan la dignidad del hombre. El campo del orden moral y el espacio de la creencia quedarían escindidos, en busca de un territorio compartido: el de hacer el bien y el de ayudar a quienes sufren. Poco importarían el ideario, las convicciones, los principios propulsores de esta entrega a los demás. Los hombres de buena voluntad definirían un sujeto universal reunido en el esfuerzo de cuidar a las víctimas de la injusticia.

El lugar de los cristianos, y no solo de los intelectuales, habría de ser ese espacio moral común de combate contra el mal, de ejemplaridad y de amor fraterno, en el que los motivos últimos que empujan a cada uno habrían de quedar relegados al silencio. Me imagino ya la disconformidad de muchos de mis lectores con este programa de solidaridad laica, balance de ONG, y puesta en común de voluntariado humanitario. No, no es esa la propuesta que debe hacerse a los cristianos. En modo alguno trato de rebajar el ímpetu moral de quienes, sin compartir nuestra fe, luchan con abnegada generosidad por enfrentarse al escándalo de un mundo postrado en la desigualdad, el atropello y la manipulación del lenguaje. Pero este reconocimiento no debe llevarnos a que la fe pase a ser un asunto privado, incluso molesto, de apariencia sectaria, cuando es la que da significado y trascendencia a todos nuestros actos. ¿Supone esto abandonar el terreno fructífero de quienes han sido convocados a la lucha contra la injusticia con independencia de sus creencias? De ninguna manera. Pero implica, desde luego, que el cristianismo aparezca como causa de ese amor, como energía promotora de tal abnegación, como el eco de Jesús en el espacio público, como manifestación gloriosa y exigente del Espíritu, que abreva nuestras fuerzas y da aliento a nuestras palabras.

Albert Camus, invitado por una comunidad de dominicos para hablar del diálogo entre creyentes y no creyentes, afirmó: «Comparto con ustedes el mismo horror por el mal, pero no comparto su esperanza». Y, convencido de ese lugar espiritual que aún ostentaba el cristianismo en 1948, añadía: «Si los cristianos se decidieran, millones de voces se unirían en el mundo al grito de un puñado de solitarios, que sin fe ni ley abogan hoy un poco por todas partes y sin descanso en favor de los niños y de los hombres». Camus no les solicitaba a los cristianos que dejaran de serlo, sino que se pusieran el traje de faena. No pedía la pérdida de la identidad, sino el hallazgo de la coherencia. Solicitaba que los cristianos, por el hecho de serlo, compartieran trinchera con quienes luchaban por la paz, contra el terror y la miseria, en un siglo XX que había sufrido el totalitarismo, la guerra y el exterminio. No aleccionó a sus oyentes, antes al contrario, manifestó su discrepancia con quienes se empeñaban en decir a la Iglesia lo que debía hacer, porque «si alguien puede exigir algo del cristianismo es otro cristiano».

Camus no compartía nuestra esperanza, pero tampoco se empeñaba en que la ocultáramos, al luchar contra ese «mal del mundo» que nosotros llamamos pecado. Es nuestra fe la que nos exige la rectitud moral, la que no hace concesiones en nuestra lucha contra la injusticia. Nuestra fraternidad es radical, porque se basa en la convicción de que somos hijos del mismo Dios. Para el buen Camus, el siglo XX fue el siglo del miedo. El nuestro nos impone otro horror, que se llama descreimiento, escepticismo, banalidad de la vida, expolio de la cultura. Los cristianos hemos de impulsar el clamor universal por devolver al corazón de los hombres un contenido ético y un horizonte de esperanza frente al desorden y el sufrimiento. En defensa de nuestra fe, cumplamos con nuestra obligación de cristianos: llevemos el Evangelio, llevemos la Palabra a este momento de la historia, atestado de penumbra, donde habita el silencio.