La piña de La Paloma
Amigos de Rubén Pérez Ayala y David Santos, fallecidos tras la explosión de un edificio de La Paloma, recuerdan sus vidas: «Siempre pendientes de cómo estaba el de al lado»
Cuesta hablar de Rubén y David en pasado. Se nota al charlar con sus amigos del alma. Mezclan tiempos verbales igual que recuerdos y sentimientos. «Han sido mis amigos íntimos —cuenta Javier Bomboí, Javi—, y no es fácil enterrar a uno y una hora después, al siguiente». Rubén y él se conocieron con 13 años. David llegó más tarde, cuando se hizo novio de Sara y comenzó a caminar en su misma comunidad del Camino Neocatecumenal en La Paloma. Una parroquia de la que se consideran hijos, que los ha visto nacer a la fe —Rubén ya fue bautizado allí— y en la que forjaron sus vidas, su amistad y su seguimiento a Jesucristo paso a paso, a ritmo de jornadas mundiales de la juventud, caminos de Santiago, javieradas, misiones… Myriam García, amiga íntima de Sara —mujer de David—, y junto a su marido, Pedro, también hermanos de la comunidad, resume: «Así, dando testimonio de nuestra experiencia de Dios».
«¿Cómo no va a ser Dios bueno —exclama Javi— si yo he visto, en David, en Rubén, que ha hecho milagros en sus vidas?». Porque crecer juntos durante 20 años da para mucho: cenas, cañas, pitis, los líos de la adolescencia, noviazgos, bodas, hijos, cambios de trabajo, muchas risas… Ahora a Javi, cuando cierra los ojos, se le vienen a la memoria imágenes de ellos «tronchados». Años estudiando juntos en la biblioteca de Puerta de Toledo, piques futboleros… Los derbis los veían en casa de David. Él y su hijo mayor, Lucas, del Atleti; Javi, del Real Madrid: «Iban los dos contra mí». Rubén era caso aparte: del Betis.
«A Rubén lo vi por primera vez cuando teníamos 15 años —recuerda Miryam—. Iba con dos libros bajo el brazo. Tenía una inteligencia superior; era un intelectual». El suyo fue un proceso vocacional largo, «ha sido un sacerdote a fuego lento»: diez años en el seminario que incluyeron dos en itinerancia en Japón e Israel. «Dijo sí al Señor en Fátima, en una peregrinación, unos días antes de la boda de David y Sara, y entró en el seminario unos días antes de la nuestra», explica. Y desde aquellos nervios iniciales de su primera Misa hasta su muerte, «la transformación» que vieron en él «es impresionante». «Se entregó en cuerpo y alma» a la parroquia, siempre estaba en el patio, con los chavales, con «un celo por estar cerca de nosotros y un cuidado de cada detalle…». Un «padre espiritual» en toda regla. «Rubén, ¿me confiesas? Yo, siempre a desmano pero él, siempre disponible».
«Hermanos en la fe»
Entre los escombros, en la casa del joven sacerdote, quedó intacta una vela blanca con su nombre. Era la que habían regalado a los hermanos de su comunidad en la última escucha de la Palabra antes de la pandemia. La habían preparado él y Miryam en torno al «vosotros sois la luz del mundo» del Evangelio. «Rubén y David son luz», afirma Miryam. «Siempre pendientes de cómo está el de la lado» y como muestra, el «tándem perfecto» que habían formado en los últimos tiempos para dar esperanza «a personas que habían perdido familiares».
«Dios nos ha permitido ser hermanos en la fe», dice Javi, y esto lo cambia todo. Compartir en la comunidad las debilidades y las fortalezas, corregirse, animarse cuando uno flaquea y apoyarse crea amistades que no son «al uso, sino que tienen una base sólida, que es Jesucristo». «Nos queríamos muchísimo, éramos una piña», añade Myriam, y experimenta ahora que eso que decían de los primeros cristianos, «mirad cómo se aman», y que Kiko Argüello siempre les recuerda, es real. «Es un amor que se va gestando poco a poco», compartiendo la vida en las Eucaristías, en la celebración de la Palabra y en la oración.
Y detrás de ellos, Sara, «muy generosa, una mujer de fe, que siempre ha dicho sí», también ahora en medio del dolor. Siempre con las puertas de su casa abiertas, equipo perfecto con David en su misión pastoral con los adolescentes en la parroquia. «Javi, ¿y ahora…?». «Pues a rezarles; tengo dos amigos, y padrinos de mis hijos, en el cielo. Y esto es un tesoro».
Gabriel Benedicto no entendía la insistencia del carpintero para que bajara de su casa al templo a ver unos altillos para el coro. Quizá esto lo salvó. Estando en la iglesia, contó el párroco de La Paloma ante los micrófonos de COPE, notó una fuerte sacudida e inmediatamente después, la explosión. Recibió la llamada de Matías, el sacerdote atrapado en la quinta planta. «Ayúdame, bájame de aquí». Y automáticamente pensó en Rubén y a David, porque al salir de casa se los había encontrado en la entrada «constatando que algo fallaba» y que olía a gas. «¡Aquí hay dos compañeros!», les dijo a los policías que ya estaban a la puerta.
Luego, lo más duro, «las horas de espera», un «descenso a los infiernos» que se convirtió en Pascua con la Eucaristía que celebraron en casa de David y Sara esa misma tarde: «Pasó el Señor y empezó a darnos consuelo, paz». El sacerdote recordó a los otros dos fallecidos en la explosión, Javier Gandía e Ivanok Kochev Stefco, por los que también reza la parroquia, y aseguró que «la vida es un camino» con un final, «Dios y el cielo», y nadie disfruta de ella «si no vive como peregrino».