El dolor de la pérdida, la alegría de la juventud, el rencor de una infancia mal curada, la inocencia de aquellos que no vieron sus días marchitarse, el amor por la familia y la tragedia del desamor… el paso implacable del tiempo, las horas. Todo esto son los Conway. Y más.
El tiempo y los Conway nacieron en 1937 de la mano de J. B. Priestley con vocación de permanecer, de arrastrar los anhelos y sufrimientos del hombre desde que es hombre. Miles de butacas han llorado y reído con la ternura trágica de esta familia de provincias desde que se representase, por vez primera, en el Duchess Theatre de Londres el mismo año que vio la luz gracias a la pluma del dramaturgo británico.
La historia de los Conway no es más que el retrato de muchos. Eso sí, en un contexto muy concreto: una noche otoñal de 1919, en la que, enajenados por la alegría de una guerra recién terminada —y con ella la angustia y el horror—, la familia se reúne para divertirse junta. El hombre ansía tiempos mejores, necesita soñar con un futuro amable, necesita reír.
Así, reunidos en torno a la señora Conway, la matriarca, celebran el cumpleaños de la soñadora Kay con una charada, una representación teatral donde participa toda la familia. Toda, menos papá. «Cuando más alegre estoy, pienso en papá ahogándose», dice la inocente y cándida Carol, resistiéndose a olvidar. Todas las personalidades del complejo ser humano están representados en la familia: Diana, altiva y arrolladora; Marta, brillante y revolucionaria; Alan —el primogénito y apocado Alan—, enamorado de la novia de su hermano Robin —el flamante Robin—, recién llegado del frente y dispuesto a comerse el mundo. Y los que vienen de fuera, que aún no saben que formarán parte del mecanismo complejo de una trama que de la risa llega al llanto. Ernesto, enamorado de Diana, perplejo ante su belleza, no puede sino amarla en silencio. Ángela, la amiga, la compañera inseparable de Marta. Y Joan… de nuevo, la dulce Joan.
Como en todo cuento real, la risa no dura eternamente. Suena el reloj derretido por el paso de las horas. «Nos vamos poniendo viejos, y el amor no lo reflejo como ayer», cantaría Pablo Milanés. Y llega una noche agónica, en 1937, 20 años después, vueltos a reunir para hablar de la situación económica de la familia Conway. Lo que parecía una vida perfecta se tornó en amargura. Y es aquí donde el autor, J. B. Priestley, desboca todo su miedo a envejecer, toda su frustración frente al tiempo imparable.
La inocencia ha dado paso a la desesperación de una vida maltratada por un marido borracho y cansado. Los sueños se han convertido en resignación. La belleza en sumisión. La revolución, en frustración. Y «lo mejor de la casa», desapareció. Ya casi ni se acuerdan.
Dos noches. Sólo dos noches en la vida de 10 personajes de gran complejidad emocional para recordarnos que cuando uno toma una decisión, acarrea unas consecuencias. Para hacernos reflexionar sobre que el único culpable es uno mismo. Para que nos paremos a pensar que el tiempo no cesa y ahoga la alegría si uno se deja avasallar. Me van a perdonar lo literario de esta crítica, pero salí del teatro obsesionada por lo efímero de la existencia, y no podía transmitir otra cosa.
Bueno sí, que Teatrinvena, la compañía que da vida a esta familia, está formada por actores amateur, pero que si no se lo cuentan, no se van ni a enterar. Chapó por Almudena Berzosa, Carlos Ruiz, Susana Rubio, Nati Martín, Mamen Gómez, Ana Martín, Elena de la Cruz, Sian Partington, Miguel Artiach y Jaime Ponce. Porque con su entusiasmo y buen hacer nos hacen pasar de la alegría a la pena en instantes. Nos hacen disfrutar con Carol y querer aspirar a su bondad; nos hacen llorar con Joan por su desafortunada elección; nos hacen indignarnos con la señora Conway por su tiranía; nos hacen sufrir con Alan por su corazón roto, y querer darle algún que otro escarmiento a Ernesto o Robin, por qué no.
Chapó por escenógrafos y encargados de vestuario, porque con sencillez e imaginación se puede volar.
Y chapó a Carlos B. Rodríguez, el director, por sacar lo mejor de «unos locos del teatro», como ellos mismos se definen. Porque no hay nada mejor que salir del trabajo, desabrocharse la corbata, enfundarse el traje de Ernesto y dejarse llevar, por y para el teatro.
★★★☆☆
OBRA FINALIZADA