Si nos preguntan a los periodistas cuál es la conducta más grave que puede realizar una institución frente a los medios, probablemente sea mentir, seguido de cerca por ocultar información. En nuestra sociedad, la gente tiene derecho a saber (o al menos están persuadidos de ello, que es casi lo mismo), y los informadores estamos precisamente para eso: para informar de lo que la gente quiere saber, o debería saber.
Este anhelo de transparencia no se limita a las organizaciones políticas, económicas o empresariales, sino que abarca a todo tipo de instituciones, públicas y privadas, y también a la Iglesia. Por eso no deberían sorprendernos las palabras de Juan Pablo II cuando señaló que «la Iglesia de nuestro tiempo se esfuerza por convertirse en una casa de cristal, transparente y creíble, y esto es bueno». Y no lo decía en una rueda de prensa precisamente, sino a los obispos de un país europeo, zarandeados por un escándalo no menor.
Uno de los temas más importantes donde ejercer esta transparencia es sin duda el capítulo económico. Ya se sabe que los dineros interesan a todos; hay una sana desconfianza hacia quien maneja fondos -sobre todo si no son propios-, y son quizá el campo de prueba de la rectitud de vida: si un administrador lleva bien las cuentas y gestiona el patrimonio ajeno con diligencia y cuidado, es muy probable que lo demás lo haga bien. Vamos, que eso es lo que se le pide a un administrador.
En la JMJ nos sentimos precisamente eso: administradores de un proyecto entusiasmante, que sobre todo tiene que ver con la evangelización de la juventud, pero que, para alcanzar ese fin, tiene que usar fondos que no son nuestros. La transparencia informativa en materia económica es un deber para quien con generosidad nos facilita los medios económicos indispensables para la organización.
El catálogo de necesidades será amplio: desde la construcción de un escenario para la Misa de inauguración en la Cibeles, o para la Vigilia y la Misa conclusiva en Cuatro Vientos, con todas las pantallas que sean precisas para que los jóvenes las sigan, hasta las actividades culturales o la ayuda a peregrinos de países desfavorecidos.
Tener las cuentas claras es un deber también frente a la Iglesia misma. La frase evangélica: Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierdase ha interpretado a veces como un impedimento para dar a conocer el bien realizado -cuando en realidad podría ser un acicate para no presumir-, pero no para dar cuentas a quien se debe. Y hoy día, es bueno que se sepa que la Iglesia gestiona sus fondos con una sobriedad exquisita, que ya le gustaría a cualquier ONG.
Yago de la Cierva es Director de Comunicación de la JMJ