Pasado mañana, la Iglesia eleva a los altares, en Linares, a un periodista, contemporáneo, seglar y no mártir. Probablemente el primero: Manuel Lozano Garrido, Lolo.
Durante estos días se ha glosado su inmensa figura: esa aparente contradicción, entre su dolor permanente y su contagiosa alegría. Como hombre. Y como periodista. Los periodistas llenamos los periódicos con noticias —y sus comentarios— en su gran mayoría duras, dolorosas… Pues he aquí un periodista que, crucificado todo él, nos comenta los hechos, las personas, la vida… desde su lado más luminoso. No porque huya de la realidad. Paralítico y ciego, se levanta con las sirenas de las fábricas, para oír ya el primer boletín de la radio, y conocer la vida tal y cual es. Al pasar por su interior, algo se transforma. Quizás porque —escribió él—, «si se tiene fe, ¿no es la noticia como un Quinto Evangelio, con Cristo pasando todavía por el mundo y redimiéndonos o glorificándonos en el dolor y la esperanza de los hombres?… Pues, hala, ahí tienes en la noticia un panecillo de meditación para cada día».
Aun sobre los gestos desabridos, la mala uva, los comportamientos negativos, extiende la misericorde mirada de la comprensión, porque, «de la corbata o el abrigo para atrás, hay sólo una criatura que navega con dificultad». Y, por eso, avisa a los que se quejan del contable, que comprendan que tiene una hija con polio y que el botones está juntando las propinas para ponerle a su madre un gallinero…
¿Por qué este periodista tan atípico? Cuando, ya paralítico total -hasta los dedos de las manos-, se queda ciego, escribe: «Ni el misal, ni el crucifijo, los puedo utilizar ya. Corazón, ahora, a vivir de tus reservas».
Ahí está la clave. Cuando ya no puede recibir casi nada del exterior, su interior está rebosante. Rebosante de Dios. Presencia permanente de Dios. Por eso, nos pide que no juzguemos las pequeñas cominerías en nuestra relación con los demás, sino que contemos «las rosas perennes del corazón de los hombres, en el ritmo de superación que Yo he puesto en sus pasos y en los altos luceros que tiran de cada criatura, porque la posibilidad de amar que Yo he puesto en los hombres, no es más que eso: el tañido de unos bronces que he dejado que desciendan para que se escuche mi mensaje de gloria».
En uno de sus libros —Mesa redonda con Dios—, se mete en el mismo Dios y habla desde Él. Transcribiendo sus mensajes, pone en su boca este llamamiento, que intuyo fue el que Lolo consiguió colocar en la puerta que daba a todos sus caminos: «Pues eso es lo que quiero de ti: que agudices el olfato y te hagas un buen rastreador de Mi presencia».