Que la religión era el opio del pueblo fue una frase que nació allá en los 40 del siglo XIX. La asumió el socialismo, que, como señala Schumpeter, «pertenece a ese subgrupo de religiones que prometen el paraíso más acá de la muerte… Este carácter religioso explica el éxito del marxismo». Y añade un poco después, en su famoso ensayo Capitalism. Socialism and Democracy, que, tras estallar la Revolución Industrial en ese siglo, «la fe iba disminuyendo rápidamente en todas las clases sociales, y con ella se extinguía el único rayo de luz que servía de esperanza al mundo obrero». Esto crea, en lo más íntimo de los socialistas, revisionistas ya de muchas de las afirmaciones de Marx, una especie de rivalidad tensa con las creencias derivadas del cristianismo. Una y otra vez, estalla tal tensión de modo variado. En España, esto se manifestó, primero, en forma de ataque a los edificios y a las instituciones religiosas, como se vio muy poco después del 14 de abril de 1931, y desde luego ya en la Revolución de 1934. No digamos su participación en la terrible persecución a la religión católica a partir de 1936, como acabamos de contemplar en las relaciones de Beatos y de santos mártires que de ahí surgieron, y la destrucción de todo tipo de obras de arte valiosísimas, irrecuperables muchas veces. Ese abandono por el socialismo de, incluso, medidas radicales en lo económico y, en cambio, contender con la Iglesia, fue normal en España. El economista Bermúdez Cañete relataba su asombro cuando, en París, le dieron la noticia de que socialistas y anarquistas, en 1934, habían provocado numerosos incendios. Preguntó: ¿De Bancos, claro? La respuesta la anotó como significativa en un artículo en El Debate: «No; sólo se quemaron iglesias».
Al socialismo español le sucede algo muy grave. Ha perdido muchísima capacidad de mensaje relacionado con la mejoría de las clases trabajadoras. Ha ocupado el poder y las medidas adoptadas dieron en el suelo, con unas crisis considerables, al Gobierno González primero, y después al Gobierno Rodríguez Zapatero, en otra escalofriante depresión económica, agravada por una serie de decisiones disparatadas a partir de 2008. Ha perdido, por tanto, el socialismo español toda posibilidad de formular un serio planteamiento socioeconómico, que era, siempre, una de sus armas de combate. Y en vista de ello, ha buscado otra, como resplandece en la reciente Conferencia Política, y la ha ido a encontrar en su vieja pugna con la Iglesia. Ahí está esa serie de amenazas, por un lado respecto al fisco, o al Concordato, o a la asignatura de Religión; y por otro, por ejemplo, en el apoyo a posturas abortistas o de destrucción, en lo posible, de la familia. Lisa y llanamente, tenía que proporcionar a sus afiliados y a sus votantes un opio que hiciera olvidar todos sus fracasos, y que no se pudiese rechazar por la actual sociedad española. Ya no se trata de quemar iglesias, pero sí de atacar por otro lado a la Iglesia católica. A ver si así, como señaló Heine en 1840, en la etapa crítica final de su vida, obtiene un dulce mecanismo para afianzar sus puntos de vista en España, a costa de molestar a los católicos. Sin apelar a Giddens, ¿qué otra cosa le cabe ya después del hundimiento de todo otro punto programático tradicional?