Armas de mujer. Armas de hombre. Lo cierto es que lo trágico de este binomio no es otra cosa que las armas; así de simple. Porque el ser hombre/ser mujer —llámenlo como quieran— es algo que se cuela en La monja alférez, escapando del conflicto que plantea el orden social, más allá de la ambigüedad y hasta de la implacable libertad masculina que supera todo disfraz o careta que se precie.
Una pieza donde los dobles sentidos, las mutaciones y metamorfosis —en el más bello y kafkiano sentido de la palabra— están servidos. Van a asomarse a un espectáculo con mucho de Lope y su afán por jugar al despiste. Con dosis del feminismo más nuestro de la mano de Concepción Arenal. Si no, recuérdenla, allá a mediados del siglo XIX, cuando se presentaba en las clases de Derecho en la universidad vestida de hombre. Piensen, tal vez en Juana de Arco o en Margaret Ann Bulkley, perdón, el Dr. Barry, ya saben, esa reputada médico victoriana que para estudiar en la universidad se matriculó con el nombre de James Barry. Son muchos los casos de mujeres que a lo largo de la historia se han visto tentadas por usurpar otro cuerpo que no es el suyo —nunca de forma literal, ya me entienden— porque así la vida es más fácil. Porque así se sueña, y puede que hasta consigan que esos sueños se puedan hacer realidad algún día. Qué proeza.
La monja alférez no es más que un ejemplo de esta ruptura con el orden social impuesto. Catalina de Erauso, una chica de San Sebastián que en el siglo XVII osó escaparse del convento, se disfrazó de muchacho y empezó a vivir una vida apasionada y errante. Fue ayudante, aprendiz, soldado… Viajó al Perú y se regresó con el cargo de alférez en un brazo, y el nombre de Don Alonso en otro. Fue una mujer que se atrevió a abrir las puertas a su libertad empezando por los pies, vistiéndose con unos pantalones y cargando con una espada. Vivió muchas vidas y coqueteó con la muerte. Al parecer, la sombra de ella no gustaba de tales desvaríos, y en más de una ocasión fue capaz de burlar a la navaja que apenas le rozó las entrañas. Una mujer en toda regla. Un hombre de los pies hasta el alma.
Domingo Miras lo quieran o no, habla de la libertad. Y así es como viven todos los personajes sobre las tablas. Un reparto de categoría, a la altura —diría yo— de las circunstancias. Ya saben, a buen texto buenos actores. Por suerte, es un cóctel que no suele fallar. Nuria González, Cristina Marcos, Daniel Muriel —por nombrar a algunos— bordan esto de travestirse por fuera y por dentro, en uno y muchos personajes a la vez. Es fascinante ver cómo se suceden los cambios de trajes y escenas. Entra y sale Catalina. Lucha de espadas. Movimiento, agitación, rebeldía. Esto y mucho más se sucede a un ritmo trepidante en casi dos horas de increíble energía que traslada al espectador a la época de la capa y la espada, con honores y honras incluidos. Gracias, Juan Carlos Rubio por esa dirección espléndida. Construyes una metáfora del ser hombre ser mujer con calidad y lucidez. Ahí va eso.
Pero no crean que la obra consiste sólo en movimiento y alegrías. Como toda búsqueda que se precie, Catalina o Don Alonso no sabemos si llega a encontrarse a sí misma. Uno sufre al desconocer el futuro incierto que le espera a ese alférez que retorna a las Indias huyendo de un mundo que desprecia su apuesta por la libertad. Quizá nadie haya comprendido con exactitud quién fue ese alférez que se reconoció mujer pero que quiso vivir como un hombre. Pocos llegaron a encontrar en su lucha una muestra de generosidad. Un precedente de la verdad.
Quién sabe… Puede que su gesto fuera una manera de romperse las vestiduras delante de aquellos que todo se lo niegan a la mujer salvo el suspiro. O puede, tal vez, que no fuera más que una necesidad innata de sentirse vivo dentro de unas pieles que dejan al descubierto un corazón que no se empaña. Habrá que mirarse dentro. Debemos curarnos las heridas.
★★★★☆
Calle Tamayo y Baus, 4
Banco de España, Chueca, Colón
ESPECTÁCULO FINALIZADO