San Agustín enseñó que «dos amores fundaron […] dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial». Si la gran arquitectura civil —los palacios, los parlamentos, los ministerios— simbolizan la primera, las catedrales anticipan la segunda. Todo en ellas es simbólico y apunta a la historia de la salvación, que culmina en la Resurrección de Cristo.
La historia de Europa puede contarse a través de sus catedrales. Tómese, por ejemplo, el Camino de Santiago. Durante siglos, hombres y mujeres de toda condición han encaminado sus pasos a la tumba del apóstol. El arte románico y el gótico son hijos predilectos de estos edificios que alumbraron las universidades —cuyo antecedente son las escuelas catedralicias— y alimentaron la fe, la esperanza y la caridad de generaciones.
Hace algo más de un año, la catedral de Nuestra Señora de París fue pasto de las llamas a causa de un accidente. La providencia y el coraje de los bomberos de la ciudad salvaron la mayor parte del edificio, así como las reliquias que allí se veneran. El mundo contempló conmocionado cómo ardía un faro de la civilización universal.
Sin embargo, Notre Dame no ha caído, sino que va resurgiendo de sus cenizas. Como los monasterios desde los cuales los monjes irlandeses salvaron la civilización, la fe y la perseverancia hace renacer la vida. La estructura de piedra sigue en pie. Siguen firmes los rosetones. El pasado Viernes Santo se veneró la corona de espinas que la catedral atesora.
La archidiócesis de París ha organizado un concurso para niños y jóvenes de 4 a 16 años con el título Dibújame Notre Dame: la iglesia que conoces o la iglesia que imaginas. Han participado más de 6.000 chavales de Francia y de otros países. El arzobispo de París los invitó a tomar parte en estos términos: «Nuestra reflexión de hoy os concierne a vosotros, porque mañana seréis los jóvenes y los adultos que vendrán a Notre Dame de París ya restaurada y sus puertas estarán abiertas de par en par».
Aquí tienen el dibujo de Jacques, que por algo se llamará Jacobo, es decir, Santiago. La catedral está llena de color, como si el muchacho hubiese visto —y no descarto que se le haya aparecido en sueños— el edificio medieval con las vidrieras y los rosetones a pleno fulgor, y la fachada radiante de rojos, azules y amarillos. A fin de cuentas, si la Jerusalén celestial resplandece como «una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino» según cuenta el Apocalipsis, no veo yo por qué Notre Dame no puede lucir estos colores con que Jacques la ha adornado, como una novia engalanada para su Esposo.