Miró la tarjeta roja (documento de identificación de las personas solicitantes de asilo) con una sonrisa. Saltó los escalones de la Oficina de Extranjería. Abrió la puerta. Salió a la calle.
—Trabajo. Permiso de trabajo.
Pasó el dedo encima de las letras. Las leyó una a una. Despacio.
—Ya puedo trabajar, ¿verdad?
—Sí [contesté].
A los seis meses de recibir la primera tarjeta ya tienen permiso de trabajo. Su objetivo es aprender un oficio y desarrollar una profesión. Rio y me abrazó.
—Quiero trabajar mucho. Es muy importante para mí. Tenía miedo. pero sabía que me la darían.
—¿Por qué lo sabías?
—Mi madre me dijo que rezaría por mí. Y sucedería lo mejor. Ella viene conmigo. Aunque no esté.
El día anterior había contactado con ella por videollamada. Vive en Marruecos con su padre y su hermana pequeña.
—Me gustaría ser pintor o peluquero. Quiero empezar de cero, hacerlo bien.
Quedaban atrás los primeros días en la ciudad. Todos los meses anteriores aprendiendo el idioma. Clases mañana y tarde. Ningún amigo. Paseos en soledad por la ciudad. Miedo a mezclarse con personas que le hicieran daño. Fragilidad. Aislamiento. Desconcierto.
—Fue muy difícil. ¡No podía hablar! pero ahora entiendo y sé muchas palabras [volvió a reír]. ¡Hoy es un buen día!
Una semana después volvía a casa de hacer la compra. Se encontró en la calle una tarjeta roja como la suya. Era de una chica de Venezuela. Fue andando a la dirección escrita en el documento. Ella no estaba. Había cambiado de domicilio. Llegó a la oficina del lugar donde vive con cara de preocupación.
—¿Qué te pasa? ¡Estabas tan contento estos días!
No sabía cómo resolver la situación, y era importante. Otro compañero escuchó la conversación. Dejó el ordenador y se ofreció a dar el aviso a través de las redes sociales. Al día siguiente la dueña fue a buscarla.
Una cadena invisible los unía a todos. Esfuerzo, cooperación, alegría como elección. Porque si quieres, si sabes mirar, hoy puede ser un gran día.