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El Papa Francisco da ejemplo con gestos y palabras; sus predicaciones se han hecho habituales en público y en privado; lejos de utilizar el método del mitin, propio de líderes políticos, su estilo es manso y parsimonioso en la exposición doctrinal, que llega suavemente al oído de quien acepta escuchar su discurso, o al corazón de quien acoge la profundidad de sus escritos. Alienta, anima, invita con la exigencia amable del amor y, asiduamente, toma del lenguaje la voz ternura, como bálsamo lubricativo para engrase de las correas transmisoras de la fe. Imita al Maestro que pasó haciendo el bien, abriendo sus entrañas de misericordia a cuantos se acercaba, haciéndose el encontradizo con quienes le buscaban en demanda de algún favor. Es, en suma, el Papa Francisco, el padre espiritual que va por delante como buen pastor y guía, marcando el compás, en la nueva evangelización hasta el último confín, como gigantesca llamada a la búsqueda de la cercanía de Dios, en tres vertientes concretas: en primer lugar, para encender las conciencias de los fieles adeptos; en un segundo grado, para acercar a los que, aun bautizados en el seno de la Iglesia, no mantienen «una pertenencia cordial» a ella; y, por último, a quienes no conocen a Jesucristo o lo han rechazado siempre. Son éstas unas expresiones, de contenido más o menos literal, que utiliza y deja grabadas en su Exhortación La alegría del Evangelio y su anuncio en el mundo actual.
Evidentemente, el mejor Seguro de vida, el más completo y a todo riesgo, es el que proporciona la Iglesia católica. La Iglesia es la única institución que, en todo el mundo, en la actualidad, defiende la vida humana, toda vida, por averiada que pueda parecernos, aunque esté rodeada de las circunstancias más difíciles, porque la Iglesia considera la vida humana un don sagrado de Dios, Creador y amante de la vida. En Estados Unidos, Órdenes religiosas católicas se están enfrentando al Gobierno porque no están dispuestas a que en los hospitales que regentan se practiquen abortos legales, ni anticoncepción, y piden que los médicos puedan ejercer el derecho a la objeción de conciencia, que se les está negando en el hasta ahora país de las libertades. También en Canadá y en Bélgica, la Iglesia levanta su voz contra la legalización de la eutanasia de mayores y de menores enfermos a petición de sus padres. Asimismo, buscando la protección de los más débiles, el Papa Francisco logró detener el ataque bélico contra Siria, y busca la paz en todo el mundo. Mientras tanto, desde la ONU piden que la Iglesia suprima excomuniones y deje de oponerse al aborto, que esa organización considera derecho fundamental de la mujer. A la vez, contemplamos perplejos el ataque impune del feminismo radical, profanando iglesias en Colonia, en la misa de Navidad, recientemente en Tarrasa y en Palma, y agrediendo a personas concretas, como le sucedió el pasado 2 de febrero al cardenal arzobispo de Madrid, don Antonio María Rouco Varela. Como pudimos ver en los medios, fue rodeado por un grupo de mujeres semidesnudas, que quisieron taparle la cara con unas prendas manchadas de rojo, al grito Aborto es sagrado. Me conmovió el rostro de nuestro pastor, sin gafas y sin ira. Ser cardenal, como indica el color rojo que lleva en sus vestiduras, significa ser testigo de Jesús hasta el derramamiento de sangre. Muchos hombres y mujeres de buena voluntad, como la asociación Evangelium vitae en pleno, nos ponemos a su lado «para construir la civilización de la verdad y el amor, para gloria de Dios, Creador y amante de la vida» (Beato Juan Pablo II, Oración por la vida) y pedimos a Santa María, Madre de la Vida, por la conversión de esos hermanos «que viven en tinieblas y sombra de muerte, y para que guíe nuestros pasos por el camino de la paz».
Soy artista plástico y estoy comprometido con la idea de evangelizar a través del arte. Creo que éste es un instrumento de gran importancia para transmitir la fe, y los Pontífices lo están llevando a la consideración de los fieles con frecuencia, sobre todo desde Juan Pablo II, con su Carta a los artistas. Propongo que tanto las catequesis como las homilías, etc., se apoyen más en obras artísticas de los clásicos, o de pintores y escultores contemporáneos. Cuadros como La transfiguración del Señor, de Rafael Sanzio, son obras en las que la fe entra por los ojos. Los museos también organizan exposiciones de temas religiosos que pueden visitarse en grupos, o individualmente. Sugiero que se vea la forma de incrementar esta magnífica forma de cultura y evangelización que llega a todos, y felicito a Alfa y Omega por sus reportajes semanales de arte.
Me dejó asombrado oír esta expresión en un retiro en el santuario de Torreciudad, un bellísimo lugar cerca de los Pirineos. Después, pensando en esta frase, he visto lógica esta aseveración: la fiesta hace referencia a un acto social, donde intervienen otras personas y donde el disfrute depende de la alegría que nos aportan los asistentes. Si relacionamos esto con lo que nos ha enseñado el Papa Francisco de que «la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús», llegamos a la conclusión de que sólo aquí encontramos la Fiesta con mayúscula. Si nos vamos al extremo contrario, podemos preguntarnos qué pasa con los que van a las fiestas y necesitan del alcohol o de la droga para estar alegres. Me atrevo a decir que tienen una alegría ortopédica, forman parte de los que tienen que buscar la alegría fuera de sí y son comparables con los que, por un accidente, necesitan muletas. Decir que esta alegría es la buena es como si el que utiliza unos aparatos ortopédicos estuviera orgulloso de ellos y no quisiera dejarlos ya nunca.