Tener un destino puede dar sentido a cualquier camino. Uno sale de casa y, a veces, llega a su hogar. Cualquier viaje puede merecer la pena si el propósito lo merece. Una canción decía, entre guitarras, «si eres piedra, da igual, yo seré pedregoso camino». Ya Homero, padre canónico de toda literatura, empeñó la vida de Ulises en una travesía llena de sentido. Porque uno puede hacer un viaje o puede hacer el viaje. La distancia que separa la preposición del artículo es esencial. Es lo que diferencia cualquier veraneo de una travesía a Tierra Santa. Cuando me preguntan si he estado en Israel, suelo decir que sí, pero con la boca pequeña. Solo se me llena cuando digo que lo que yo hice fue peregrinar, que es la madre y el padre de todos los viajes. Y estos días en que celebramos el nacimiento del Señor, que es la noticia nueva y buena que acaricia nuestras heridas, leo con pesar las dificultades que Israel le está poniendo a la minoría cristiana de la franja de Gaza para viajar a los lugares santos. Se da la absurda situación de que un señor de Cuenca pueda cogerse un avión a Tel Aviv y visitar sin problema Cafarnaún, Nazaret, Jerusalén y Belén; y, en cambio, un señor de Gaza, que está allí mismo, no pueda hacer unos pocos kilómetros por culpa de la maldita política. Al César lo que es del César, claro, pero en este caso el César se está metiendo donde no le llaman. Agacharse en la puerta de la basílica de la Natividad, en Belén, debería ser un prederecho, sobre todo, para quien allí vive. Los cristianos tenemos una obligación para con nuestros hermanos de Tierra Santa, que, paradójicamente, viven ahí en la más absoluta de las soledades. Recemos por ellos, hagamos una merecida acción de gracias por los franciscanos y las demás órdenes religiosas que custodian el legado de aquellas venerables piedras del monte Tabor, la Vía Dolorosa, Magdala, Nazaret, Getsemaní, los pueblos del mar de Galilea, el Santo Sepulcro…
Ahora que el Niño nace en el pesebre que es nuestra vida, dediquemos unos minutos para orar en comunión con esas personas desconocidas, pero con las que, en el silencio de la oración, compartimos una misma misión. El administrador apostólico del Patriarcado de Jerusalén, monseñor Pierbattista Pizzaballa, aprovechó la Misa de Navidad con los cristianos de Gaza para recordarnos que «el verdadero cambio somos nosotros». Incluso en las peores circunstancias, el hombre puede elegir el bien, porque ninguna ley ni frontera puede hacer menguar la libertad que ese Niño que nace ha puesto en nuestro corazón. El hombre es agente de cambio en su vida diaria. Nosotros somos el posadero al que llama una familia en mitad de la noche. ¿Vamos a abrir la puerta? Con nuestros pequeños síes podemos avanzar en esa peregrinación a las afueras de uno mismo y al centro de la verdad.