El curso ha comenzado con la sorpresa de dos nuevos cardenales españoles, Miguel Ángel Ayuso y Cristóbal López, que recuerdan la vocación misionera que ha marcado a la Iglesia en nuestro país. No son extraterrestres, ambos nos hacen pensar en las familias y comunidades cristianas de las que han nacido, como bien apuntaba el secretario de la CEE en El Espejo de COPE. La Iglesia tiene debilidades y pasa tribulaciones, pero no es un páramo. Y aun así, no hay lugar para la complacencia porque el presente apremia. La principal cuestión a la que dedicar inteligencia y energía es ayudar a que crezca y se fortalezca el pueblo cristiano, un pueblo que encarne en su vida la novedad del Evangelio.
Monseñor Argüello advertía que esa es la primera y fundamental forma en que la Iglesia ofrece una respuesta valiosa a este momento de desafíos éticos y culturales: el testimonio de la vida diferente y atractiva de todo un pueblo. Esta palabra no es casual, y tiene su peso. Los discursos y declaraciones de los obispos y otros líderes eclesiales tienen importancia, y es conveniente que incidan en los ámbitos institucionales, pero solo alcanzarán su auténtica relevancia en la medida en que reflejen la vida real de un pueblo que está presente en medio de las vicisitudes de todos.
La necesidad es apremiante si pensamos en la fragilidad de los vínculos familiares, en la pérdida del sentido de la solidaridad, en el miedo al diferente, en la confusión en torno a la propia identidad que experimentan jóvenes y adultos, en la incertidumbre frente al futuro. Es ahí donde la Iglesia está urgida a ofrecer su propia experiencia, no solo mediante pronunciamientos oficiales, sino sobre todo en el cuerpo a cuerpo de una vida compartida en todos los ambientes: familia, trabajo, construcción social, tiempo de descanso… Lo que está en juego es la persona, y solo Cristo la sostiene por completo.
Es importante que los católicos no nos miremos al ombligo, que no sucumbamos al veneno de ciertas polémicas autodestructivas; que nos «descentremos», en palabras de monseñor Argüello, para dedicarnos a nuestra verdadera vocación: comunicar al mundo la vida de Cristo Resucitado, la única que puede curar sus heridas e iluminar sus encrucijadas. No es cuestión de tensar músculo ni de elaborar planes, sino de tener conciencia de la naturaleza de nuestra fe, y eso solo es posible viviendo con sencillez la comunión en el cuerpo de la Iglesia que preside Pedro, que nos impulsa siempre más allá de las aguas estancadas y delas amargas reyertas.