La siguiente historia es conmovedora. Ha ocurrido en Argentina hace unos días y la conocimos por la redes sociales: un niño de 10 años –Gino López– perdió su teléfono y ha ofrecido todos sus ahorros para recuperarlo. Con esa edad, el importe apenas alcanza para nada, pero, como en la parábola de la limosna de la viuda (que puso en el cepillo del templo el dinero que tenía para vivir, mereciendo el elogio de Cristo), el pequeño Gino lo ha ofrecido todo.
¿Qué llevaba el niño en el móvil? ¿Algún juego? ¿Canciones? Seguro que sí, pero nadie entrega su fortuna por algo que se puede sustituir. El caso es que Gino quería recuperar unas fotos y algunos vídeos de su madre, fallecida de leucemia cuando él tenía pocos meses. «Cuando la extraño veo los vídeos. No quiero olvidar su voz. Pongo todos mis ahorros como recompensa». Todo lo que tenía para vivir
En muchas ocasiones se habla, con razón absoluta, del amor incondicional de los padres por sus hijos, un amor que da sin pedir nada a cambio. Especialmente, el de la madre, sangre de nuestra sangre, que nos cuida incondicionalmente. Sin embargo, en ocasiones también los hijos demuestran que hay vínculos más fuertes que la muerte, lazos que nos unen más allá de la desaparición física y que duran toda una vida. No importa el tiempo que pase, por eso impresiona ver emocionarse a hombres hechos y derechos cuando hablan de su madre. De aquellos abrazos tibios, de una sonrisa inesperada o, por qué no, de un coscorrón dado a tiempo.
Este amor entre las criaturas apenas refleja el amor de Dios por sus hijos. Un amor de padre y madre a la vez, ya que a sus ojos todos somos hijos. El profeta Isaías con palabras inspiradas: «Tú vales mucho para mí, tienes gran valor, te quiero». Este amor no es algo en general, sino personal: por cada uno de nosotros, con nombre y apellidos y circunstancias. Es lo opuesto al amor de baratillo de las ideologías, a las que se les llena la boca con la Humanidad, pero olvidan al hombre.
Jesucristo no. Jesucristo entregó su sangre por la salvación de cada alma, de cada persona. Él también tuvo padre y madre, de modo que sabía de lo que hablaba. Por ejemplo, en la extraordinaria parábola del padre misericordioso, que sale al camino cada día con la esperanza de recuperar al que se fue. Pero también cuando abandona a san José y la Virgen María para cumplir su misión, aun a sabiendas de que iba a hacerles sufrir. A veces el amor se demuestra con renuncias.
Si volvemos al pequeño Gino descubrimos sufrimiento y esperanza. Más de esta que de aquel. Es capaz de dar todo lo que tiene porque no quiere olvidar y algo muere cuando el recuerdo desaparece.
En una ocasión escuché una frase irónica de un rabino que me hizo sonreír: las relaciones entre padres e hijos son tan difíciles que Dios tuvo que dar un mandamiento para que las cosas no se desmandaran. Luego llegó san Pablo con palabras afiladas y recordó a los progenitores que no debían exasperar a sus hijos.
Gino no tuvo tiempo de que su madre lo agobiara («estudia, melón», «vuelve pronto», «trata bien a tus hermanos»), incluso con razón. Pero su ofrecimiento cumple de largo el mandamiento de honrar (que es amar) a su madre. La que siempre estará ahí, aunque ahí sea el Cielo, donde ella –estoy seguro– lo espera.