«Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido»
IV Domingo de Cuaresma
Pocos pasajes evangélicos han suscitado más literatura que la parábola del hijo pródigo, como se la conoce habitualmente. No obstante, si es necesario buscar un título, concordaría más designarla con el nombre de parábola del Padre misericordioso, por varios motivos. Aunque el comienzo de la escena expuesta por el Señor sea la petición de la herencia y posterior derroche y alejamiento (geográfico y espiritual) del hijo menor, el pasaje estará dominado por la grandeza y acogida de un padre que revelará la misericordia como uno de los rasgos esenciales de Dios. No es la única vez que san Lucas subraya este modo de ser de Dios, ya que su Evangelio asume como tema central la misericordia divina. De hecho, en el mismo capítulo 15 del Evangelio se recogen otras dos parábolas, la de la oveja perdida y la de la moneda perdida, que, de modo literariamente más sintético, conforman una unidad con esta: las tres coinciden en recalcar la alegría de Dios por un solo pecador que se convierte. Tampoco es posible aislar esta parábola del resto de lecturas que este domingo escuchamos, donde la bondad y la reconciliación con Dios asumen el primer plano.
La parábola como respuesta a los fariseos
No puede pasarse por alto la causa de la parábola del Señor: la murmuración de los fariseos y escribas ante la acogida de Jesús de los publicanos y otros pecadores. La cercanía del Señor con ellos resulta incómoda a quienes se consideran justos y cumplidores con la ley. Desde este punto de vista, es la actitud de hijo mayor por parte de los fariseos la que desencadena esta catequesis sobre el perdón. Desde este punto de vista se establece un claro paralelismo entre lo que sucede dentro de la parábola (relación entre el padre y los dos hijos) y lo que ocurre en la realidad, donde el padre es Dios Padre; el hijo mayor sería quien ha cumplido la ley, y aquí en concreto los fariseos y escribas; y el hijo pródigo representaría a los pecadores acogidos por Jesús, verdadero rostro del Padre misericordioso.
«Ese hijo tuyo»
Es evidente que el hijo mayor, que se considera justo, muestra cierta envidia ante la, a su juicio, desproporcionada atención del padre hacia quien ha dilapidado en poco tiempo la herencia recibida y ha querido apartarse para siempre de su familia. Sin embargo, en el hermano mayor hay algo más que un problema de celos. Frente a la calurosa acogida del padre con el hijo que estaba perdido, el hijo mayor se niega a aceptarlo como hermano suyo y, por eso, se refiere a él como «ese hijo tuyo». En realidad es como si el Evangelio tratara de traer a la memoria la historia de Caín y Abel, el gran pecado de la división entre hermanos, continuación del relato del pecado original.
El Padre de todos
Con todo, aunque puede ser apropiado presentar la parábola desde diferentes enfoques, sería impropio abordarla solo desde el punto de vista de un mero conflicto entre dos hermanos o, mejor dicho, de la no aceptación del hermano menor por parte del mayor. Este hecho, ciertamente, pudo originar la parábola de Jesús, pero la intención del Señor es hacernos comprender cómo Dios es un padre acogedor de todos, de quien siempre ha estado y de quien vuelve «de un país lejano». La conclusión de la parábola con las palabras «hijo, tú siempre estás conmigo […], pero este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido» encierra la llamada a la comunión entre todos los hombres bajo un mismo Padre, sin importar el pasado de cada uno. El Padre no pretende exclusivamente que el hijo menor se reconcilie y vuelva a él. Esto es evidente. También quiere que el hijo mayor, quien, a su manera, también estaba «en un país lejano» por su incomprensión, reconozca el honor de tener un padre, bajo el cual no ha carecido nunca de nada, y un hermano con quien es posible vivir en fraternidad.
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna.” El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. El padre le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».