Eran las 16:15 horas. Marcos Conde se encontraba en su habitación de la Residencia para sacerdotes Cardenal Marcelo de Toledo, cuando la hermana Verónica, con cara de felicidad, entró como una exhalación con el teléfono en la mano: «Es el Santo Padre». Las monjas que atienden la residencia ya estaban prevenidas. El Papa había llamado por primera vez, días atrás, ante la incredulidad y sorpresa inicial de quien atendió el teléfono. Aquel día don Marcos se encontraba rezando fuera de la habitación y no lo localizaron. Francisco, tras preguntar por los sacerdotes enfermos y pedir que rezaran por él, prometió que volvería a llamar en otra ocasión. Tan solo horas antes había aterrizado en Roma tras un agotador viaje a Abu Dabi durante el que firmó un documento que marcará una nueva página en la historia del diálogo entre el cristianismo y el Islam. Ese mismo día había celebrado la primera Misa papal en la península arábiga, la más multitudinaria de la historia en un país musulmán; había mantenido una rueda de prensa de casi una hora durante el vuelo de regreso de cerca de seis horas, y al llegar a Casa Santa Marta su principal preocupación había sido llamar por teléfono a un sacerdote anciano de 82 años al que no conocía. Así es Francisco. No se conforma con los discursos. Busca a las personas y practica con ellos la ciencia de las caricias.
El origen de esta llamada tiene forma de carta. La periodista Ángeles Conde llevaba tiempo pensando en cómo podía corresponder a tantos años de entrega escondida y generosa al servicio de la Iglesia de su tío. Se le ocurrió que la mejor sorpresa que podría darle era escribir una carta al Papa hablándole de su vida como cura de pueblo y de cómo trascurría ahora sus jornadas rezando por la Iglesia y ayudando donde le necesitaran. Ángeles le entregó la carta durante el vuelo a Abu Dabi y se vio cómo el Papa pidió al portavoz Alessandro Guisotti que la guardara a buen recaudo. Al regreso del viaje, Francisco se tomó la molestia de marcar un número de teléfono. No solo una vez, sino que insistió, volviendo a llamar días después, al término del Encuentro sobre Protección de los Menores que tuvo lugar en el Vaticano. En esta segunda llamada todos estaban preparados. La hermana Verónica atendió al Papa con emoción y cariño y a continuación se produjo una afectuosa conversación entre dos jóvenes de la misma quinta, el Papa y don Marcos: «Entonces usted es el tío carnal de Ángeles Conde», le preguntó sonriendo Francisco–. «Sí, Santidad, quiero que sepa que estoy rezando el rosario por usted con la invocación Reina de la Vida», añadió el cura. Durante esta conversación, hasta en tres ocasiones Francisco le pidió que rezara mucho por él, y al despedirse le dio recuerdos para el resto de sacerdotes de la residencia.
El Papa dio toda una lección de ternura en forma de llamada telefónica. En cuanto colgó el teléfono, don Marcos se dio cuenta de que acababa de protagonizar uno de los momentos más especiales de su vida. Aún hoy se repite una y otra vez cómo es posible que, de entre los cerca de 421.000 sacerdotes que hay en el mundo, haya sido él quien ha recibido la llamada del Papa. Don Marcos es uno más de los innumerables curas que apuntalan nuestra fe escondidos por el mundo. La ternura no se explica con estadísticas, sino con rostros. En una época en la que ser sacerdote genera sospechas, esta llamada llena de cariño del Papa tiene un efecto multiplicador. Y cuanto más pequeño es un gesto, más grande hace a la persona.