Es frecuente poner la esperanza en los cambios políticos y legislativos para revertir las situaciones sociales, y aunque estos sean necesarios suele suceder que no lleguen a ser instrumentos eficaces de transformación de la sociedad. Este es, sin duda, el gran espejismo de los ingenieros sociales, absorbidos por sus despachos o por las continuas reuniones de trabajo, que llegan a perder el contacto con la realidad tangible. Hace ahora veinticinco años que cayó el régimen del apartheid en Sudáfrica y se celebraron las primeras elecciones libres, pero las desigualdades sociales y económicas han seguido creciendo, aunque ya no estén consagradas, como en otro tiempo, por leyes inicuas, que supuestamente primaban la seguridad y otorgaban a una minoría de la población la condición de «pueblo elegido», basándose en prejuicios ancestrales.
Los townships, los suburbios que tuvieron su origen en la segregación de los nativos sudafricanos, siguen existiendo en Sudáfrica, y aunque ya no tienen el estatus de guetos raciales, ni están separados por alambradas de las zonas residenciales de los blancos, no por ello han dejado de ser espacios de marginación social y económica. La esperanza parece haberse apartado de una gran mayoría de personas que viven en ellos, sobre todo niños y jóvenes. Y la situación se agrava si se trata de niñas y mujeres. En un township todo es precario: las viviendas, la salud y la propia vida, pues los delitos se multiplican al tiempo que las familias se desestructuran y un individualismo feroz, que nada tiene que ver con la verdadera libertad, campa por sus respetos. No hay salida, podrían decirnos muchos de sus habitantes, aunque muchas de estas situaciones no sean privativas de un township sudafricano.
Una médico de origen nigeriano y con nacionalidad sudafricana, Ozó Ibeziako , profesora de Medicina de Familia en la universidad de Pretoria, ha puesto en marcha desde 2012 The Art of Living, un proyecto para las niñas y jóvenes del township de Alexandra para «darles de oportunidad de crecer como mujeres con dignidad». El destino de muchas de estas personas es, por desgracia, la droga, la prostitución o la delincuencia. The Art of Living les ayuda a salir de la pobreza y ha empezado específicamente por las chicas, porque como afirma la doctora Ibeziako, «si educas a la mujer, educas a la nación, pues detrás de los hijos están los hijos, los familiares, la comunidad entera». No, en vano, las mujeres tuvieron un papel destacado en la lucha contra el apartheid, y cualquier historiador podría atestiguar además que han jugado una importancia destacada en otros cambios políticos y sociales desde el siglo pasado en todo el mundo. Estamos ante un feminismo, que resalta el papel de la mujer en la sociedad, un feminismo integrador, y no un individualismo que piensa que es suficiente con asumir roles masculinos, y no siempre los mejores. Ese es el feminismo que en 2019 ha sido galardonado con el Premio Harambee.
Ozó Ibeziako parte de la idea de que la mujer, al igual que el hombre, tiene talentos y ha de contribuir con ellos al desarrollo de la sociedad en que vive. Muchas mujeres voluntarias, que antes estuvieron en el programa, colaboran en The Art of Living, que empieza desde que las niñas están en el colegio. Se enseñan técnicas de estudio, se imparten charlas humanísticas y cristianas, se realizan debates… Son las semillas para otras tareas que vendrán luego, y que no son incompatibles con aprender a limpiar y a cocinar, para ayudar en casa.
The Art of Living es un ejemplo del poder transformador de la educación, pero la única educación que transforma a la persona es la educación integral, no la del mero especialista. Me vienen a la memoria unas palabras del cardenal Newman, escritas a mediados del siglo XIX, pero que no han perdido actualidad, y aquí podemos perfectamente cambiar la palabra universidad por educación: «La universidad logra su objetivo no a través de reglas escritas, sino por sagacidad, sabiduría y paciencia». El arte de vivir ha de saber combinar la esperanza con la paciencia.