Pocos días antes de comenzar el encuentro sobre la Protección de Menores en la Iglesia, el Papa autorizaba la proclamación de un milagro realizado por intercesión del beato John Henry Newman, lo que abre el camino a su próxima canonización. Nada más conocerse la noticia, el primado de Inglaterra y Gales, cardenal Vincent Nichols, publicó una declaración en la que, junto a otras consideraciones sobre la figura inmensa de Newman, afirmaba que lo más significativo de este momento es que un sacerdote de parroquia inglés va a ser declarado santo. A continuación evocaba su entierro, cuando miles de personas, la mayoría obreros y gente sencilla, atestaron las calles de Birmingham para ver pasar sus restos. «Yo espero que cada sacerdote de parroquia en Inglaterra alce hoy la cabeza al saber que el cardenal Newman va a ser declarado santo», concluía el primado Nichols.
Está claro que esas palabras, «alzar la cabeza», no han sido elegidas por mera emoción, sino como un juicio histórico en un momento dramático de nuestra vida eclesial. No es difícil imaginar la cabeza hundida de tantos sacerdotes ante la vergüenza por los pecados horrendos de algunos hermanos, ante el acoso de quienes se ceban en su figura desarmada y ante la oleada pestilente de series, libelos y crónicas de bajo vuelo. Pero si esto es así en tantas latitudes, ¿qué nos permite alzar la cabeza? No serviría una mera autoafirmación, un legítimo impulso defensivo, un afán de contragolpe y desafío. Demasiado hemos sufrido a causa de quienes han colocado en el centro la preocupación por la buena imagen de la institución en lugar de servir, como Jesús, lavando los pies a quienes han sido heridos.
Newman era un gigante del pensamiento, un polemista aguerrido (aun a su pesar) y sobre todo un hombre con el corazón abierto de par en par a Cristo, y solo por eso suplicó entrar en la Iglesia católica. Como él mismo decía, por estricta necesidad, ya que solo en ella podía encontrarle de manera plena, convincente y segura. Quizás un día asistamos a su proclamación como doctor de la Iglesia, pero mucha gente sencilla reconoció en él sencillamente a un sacerdote enamorado de Cristo, dispuesto a servirle en los pobres y en los perplejos. He entendido muy bien al cardenal Nichols, porque solo la santidad, que brota una y otra vez de la tierra herida de la Iglesia, nos permite levantar nuevamente la cabeza, a pesar de nuestros pecados y de la furia de la tormenta que se abate sobre ella. No por soberbia vacua, sino por gratitud ante un don que nunca se agota.