Sin Mí, nada
Quinto domingo de Pascua
Se habla con cierta frecuencia del cristianismo como si de un conjunto de valores se tratara. Entonces, cristiano sería la persona que comparte, por ejemplo, los llamados valores del Reino.
Pero, con toda la buena intención del mundo, así se devalúa la fe y se hace imposible la vida cristiana. Porque es cierto que el cristiano ve el mundo de una determinada manera propia que le da una perspectiva diferente sobre las cosas; es cierto que el cristiano vive de acuerdo con unos principios morales que resultan llamativos, al tiempo que atractivos, para quienes se orientan simplemente por la opinión dominante; es cierto que el cristiano actúa en la vida pública en coherencia con la dignidad de la persona y con preocupación verdadera por la justicia.
Todo eso es cierto. Pero los cristianos no se identifican precisamente por ser secuaces de una filosofía, de una moral o de unos principios sociales o políticos. Eso es demasiado poco. La originalidad cristiana no radica en ninguna doctrina, ni en ninguna norma o principio. Ni siquiera en la doctrina cristiana, ni en los mandamientos divinos o eclesiásticos.
Cristiano es quien vive en Cristo y por Él. Cristiano es quien muere la muerte de Cristo en el sepulcro de las aguas bautismales y, de este modo, se ve libre de las fuerzas que tiran de él hacia el egoísmo y la violencia. Cristiano es quien alimenta su alma con el cuerpo y la sangre del Señor. Cristiano es quien acude humildemente a escuchar la palabra del perdón, cuando ve que se ha hecho de nuevo indigno de sentarse a la mesa del Cordero inocente. Cristiano es quien vive el amor esponsal como sacramento del amor infinito del Dios que busca la alianza con su pueblo. Cristiano es quien se sabe ciudadano del cielo y trabaja por una tierra más luminosa que espera ver transfigurada cuando él mismo haya sido transformado por la muerte y, al fin, resucitado a una Vida eterna.
Todo eso sólo es posible para el cristiano, al modo como es posible que el sarmiento dé frutos buenos. Sólo es posible acogiendo la savia que viene de la cepa. De otro modo, nada: no habrá frutos de Vida verdadera; habrá hojarasca, estéril sequedad y amargo fuego.
Sin mí no podéis hacer nada. ¡Qué bueno sería, Señor, que te escucháramos por fin! ¡Qué bueno, si dejáramos de fiarlo todo a nuestras capacidades y a nuestros proyectos! ¡Qué bueno, si comprendiéramos que ser cristiano es vivir la inmensa alegría de que Tú nos das la fuerza de la Vida, como la cepa al sarmiento!
Estamos necesitados de una buena poda. A ver si soltamos el lastre de tantas falsedades, de tantas presunciones, de tantos desvaríos. A ver si, al fin, nos despojamos de tanto impedimento. Menos papeles y planes. Más alabanza y recuerdo. Más amor verdadero de Dios, que nos libre del nuestro. Mejor cultivo de los cauces de la savia, de la Palabra y de los sacramentos. Con menos haremos más. Nada, sin Él, haremos.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
«Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca; y al que da fruto, lo poda para que dé más fruto. Vosotros estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros, los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí, lo tiran fuera, como al sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que deseéis, y se realizará.
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante y así seréis discípulos míos».