El nacimiento de Jesús regresa, todos los años, como tradición festiva, como pulso de un tiempo que late sin cesar desde hace 20 siglos. Quienes han tratado de empujar este día hacia el ámbito de una laicidad indiferente a la fe cristiana solo han logrado hacer el ridículo y mostrar, una vez más, su incapacidad para aceptar la sustancia de nuestra cultura. La Navidad solo puede celebrar lo que siempre ha celebrado: el momento en el que Dios se hizo hombre, el instante en que se inició una nueva fase en el ciclo de nuestra redención. Esta verdad tiene demasiada fuerza como para ser anulada por resoluciones administrativas, declaraciones de partidos o extravagantes opiniones de tertulianos. Esta verdad tiene una imagen que la simboliza: el humilde pesebre de la iconografía religiosa, el alegre belén iluminando los hogares y los espacios públicos con la hora inmortal en que llegó el Hijo del Hombre.
Esa escena agrupa algunas cuestiones centrales de nuestra fe: la familia como vínculo indeclinable de nuestra sociedad, cuya defensa ha pasado a ser objetivo esencial en tiempos de impugnación. La humildad de los bienaventurados. La maternidad abnegada de María. La adoración. La plenitud absorta de la tierra al presentir la llegada de Cristo, como si el paisaje se tensara bajo la noche y tratara de acercarse al recién nacido. La solemnidad y la sencillez con que lo eterno se posó en un instante concreto del tiempo de los hombres. La ternura y la fuerza con que la redención tomó la forma de una criatura indefensa protegida por sus padres en una apartada aldea del Imperio romano. Jesús nació en un tiempo y en un lugar concretos. Dios lo decidió así, con ese impulso por cuyo cumplimiento oramos fervientemente en nuestra plegaria cotidiana: hágase tu voluntad. Y la voluntad de Dios fue que el Hijo del Hombre se encarnara precisamente entonces y justamente allí. No podremos nunca comprender en esta tierra cuáles son los motivos de Dios.
Jesús nació en el seno de una fe. Hasta entonces, el pueblo judío entregado a la obediencia de Yahveh albergaba la esperanza de ser la comunidad selecta, en la que se concretaba la universalidad de la salvación. «No fue un pueblo elegido, sino el pueblo que eligió», dijo Thomas Mann al reescribir la historia de José. Un pequeño grupo alzado contra idolatrías, los tiranos y el grosero naturalismo de la condición humana. La aportación judía no fue su creencia en la inmortalidad sino su entrega al decálogo del Sinaí, vinculando la trascendencia a una conducta moral inspirada por la ley de Dios. Jesús nació en el seno de un pueblo que había elegido la lealtad a esa fe pero donde se produjo el punto de inflexión, el momento de un cambio abrumador, en el que la fidelidad a una tradición pasa a enriquecerse con algo tan definitivo como la Encarnación. En ese lugar y en ese instante, gira sobre sí misma la historia de nuestra fe. Hasta entonces la verdad universal de la creación y del destino del hombre cobraba forma en la historia de un pueblo que la custodiaba y se identificaba con ella. Desde el nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, esta experiencia concreta es germen de una dimensión universal. La salvación es para todos. Todos los creyentes somos los elegidos y los que eligen. Todos somos el pueblo de Dios. Todo hombre contiene en su alma la huella del Creador.
Somos cristianos. Hijos directos de ese momento de ruptura, de esa experiencia fundacional. Jesús nació en el seno de la fe de Moisés. Pero predicó y exigió predicar a sus discípulos en un mundo donde había atisbado la fuerza dela razón, el amor al saber, la confianza en la capacidad del hombre para construir su destino. Ese mundo mediterráneo clásico sería fecundado por la tarea paciente de quienes inculcaron a la historia la mirada del Hijo del Hombre: el presentimiento de la eternidad y la promesa de la redención. En el seno de nuestra comunidad existirá siempre la tensión entre quienes subrayan el peso de la tradición mosaica en las palabras de Jesús, y quienes prefieren destacar el hecho fundamental de la Encarnación como signo de un giro esencial. Entre quienes desean legitimar el Sermón de la Montaña, interpretándolo a la luz del Antiguo Testamento, o quienes preferimos subrayar que la presencia personal de Dios en la tierra es la que da a sus palabras la calidad precisa para hacerlas expresión de su voluntad. Para hacerlas Evangelio.
En el nombre de Cristo nos reconocemos, en el mensaje, sal de la tierra, que se depositó en Occidente para llegar al mundo entero. Aquí encontró el lugar propicio, tras haber nacido en una tradición vertebrada por la fe en el Dios verdadero. Aquí inculcó a la cultura clásica, al humanismo medieval y moderno, a la Ilustración y a la expansión de la libertad y la fraternidad su mensaje de salvación, su exigencia de amor y justicia. Es incomprensible la trayectoria de Occidente sin el cristianismo. Pero también es imposible entender la evolución del cristianismo sin la tradición occidental. Quizás porque fue en Occidente donde triunfó la Cruz, donde maduró el testimonio de nuestra esperanza, donde el Evangelio dio carácter a toda una civilización. Porque en Occidente se hizo la síntesis de la muerte y la resurrección; la libertad y la esperanza; la eternidad y la historia.