En los últimos meses han celebrado aniversarios redondos de boda varios matrimonios amigos: bodas de oro, de diamante… Son aniversarios gozosos en unos tiempos como los que corren, en los que lo que se celebra es justo lo contrario: lo cambiante, lo provisional… No hay hoy valor peor maltratado que la fidelidad.
La fidelidad se asocia con monotonía, con inercia, con repetición. Evoca algo automático, maquinal. Pero la fidelidad, para que merezca ese nombre, no es fruto de la apatía o la indolencia, sino de algo profundo: del respeto a uno mismo y a los demás, del valor de la palabra dada. Mantenerse fiel a un compromiso significa actualizar cada día lo que nos llevó a comprometernos. En el caso de los matrimonios, volver, por así decir, a ser novios cada día. «El amor ni cansa ni se cansa» (san Juan de la Cruz).
Es cierto que la sociedad de hoy está marcada por la incertidumbre y la inestabilidad. El empleo de por vida ya no existe; la economía global nos tiene habituados a presenciar grandes conmociones en los mercados… Todo ello hace más difícil construir un relato vital coherente y más o menos predecible. Hay decisiones vitales, como el compromiso matrimonial, que se retrasan por miedo a un futuro incierto. La media de edad en que se casa la gente ha subido hace tiempo de los 30 y se aproxima en los varones a los 40. Todo parece conspirar contra la estabilidad, la permanencia, la fidelidad.
Por otra parte, vivimos inmersos en la cultura de la sospecha. Se sospecha por sistema de las grandes palabras: amor, familia, entrega… Se piensa que se trata, como mínimo, de malentendidos.
Faltan, pues, apoyos culturales que sirvan de rodrigones de compromisos estables, de planes de por vida, de fidelidad incondicionada. Necesitamos recuperar el sentido global de la vida: saber que una vida plena, lograda, es algo distinto de una vida meramente decorada de éxitos o de placeres minúsculos y pasajeros. «El secreto de la existencia humana consiste en saber para qué se vive» (Dostoyevski). Es decir, tener clara conciencia del sentido de la propia vida, de lo que la hace digna de ser vivida con ilusión cada día.
La proximidad entre fidelidad y felicidad no se queda en la mera semejanza formal. Hay algo en el contenido de estas dos palabras que las emparenta, y que quizá sea más fácil experimentarlo (la felicidad de ser fiel) que definirlo o expresarlo. Dicho con palabras del Papa Francisco: la fidelidad «nos protege de la autodestrucción».
Manuel Casado Velarde
ICS, Universidad de Navarra