Hace setenta años se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Intentemos regresar al estado de desahucio moral y conciencia de orfandad del mundo en diciembre de 1948. Contemplemos la tierra baldía, el rostro de aquel Occidente devastado, que decía haberse fundado en la tradición cristiana y que había ido huyendo del símbolo y el mensaje de la Cruz. Nuestros ojos hallarán las dolorosas imágenes de aquella apocalipsis, trágico error de una humanidad apartada durante décadas del orden trascendente proclamado por el cristianismo.
Cuando, ante los despojos de Auschwitz, la conciencia se pregunta dónde estaba Dios, habrá de responderse siempre: donde el hombre permitió que residiera. Ungido de su naturaleza libre, el hombre decidió que Dios había muerto, que el sentido cristiano de la existencia había dejado de inspirar su vida diaria, que la liberación pasaba por una secularización radical, más anticlerical que laica, más atea que agnóstica. Esa apetencia de modernidad parecía ignorar que los mejores principios del humanismo renacentista, la Ilustración y las revoluciones liberales iniciadas con la independencia americana y la declaración francesa de 1789 solo pudieron tomar forma en una sociedad que se hubiera constituido sobre la prolongada herencia del Evangelio.
El cristianismo proclamó la libertad del hombre, pues solo un hombre libre puede decidir su propia fe. Proclamó la igualdad y la fraternidad, pues todos somos hijos del mismo Dios. Proclamó la universalidad de la experiencia del individuo, haciendo que la verdad anunciada y la liberación eterna prometida no fueran referidas a un pueblo elegido sino a un ser humano que, para alcanzar su plenitud, había de tener conciencia de formar parte de un proyecto universal. Proclamó que todos habríamos de ordenar nuestra vida de acuerdo con unos principios morales y una norma única de entender el respeto a la dignidad de los demás. Proclamó que el amor a los otros no es un acto de clemencia solidaria o de cortesía superficial: es lo que exige nuestra esperanza de salvación.
Esta vigencia de un orden superior fue destruida en un falso proceso de emancipación. Porque la autonomía de la razón humana y la construcción de una comunidad política de ciudadanos libres nada tenían que ver con el rechazo de ese sistema excelso de valores que nos había nutrido durante veinte siglos. La liquidación del cristianismo como referencia del orden moral del mundo fue considerado un acto de madurez, el tránsito del hombre hacia una época adulta. Se llegó a la ridiculización del Evangelio, rebajado a la condición de un mito o de una superstición necesarios en tiempos de conciencia infantil y de adolescencia ética del hombre. Se ofreció una imagen de los creyentes como la de seres con alma urdida en el fanatismo y mente presa en el cautiverio de la ignorancia.
En nuestra memoria consta el resultado de aquella pretendida emancipación. Al dejar atrás el cristianismo, se abandonaba el espacio de mayor seguridad para la consistencia moral de la civilización. Se abandonaba toda garantía para la integridad y la dignidad humanas. El regreso al hombre proclamado por el ateísmo fue, de hecho, una subordinación a las leyes de la naturaleza, despojadas de aquello que nos había salvado precisamente de ser manifestaciones groseras del mundo natural: la fe en Dios, la herencia de Cristo, la esperanza en nuestra liberación, la fuerza de nuestra unidad en el mensaje de la Cruz, la exigencia de que amáramos a nuestros hermanos como a nosotros mismos, la verdad de que toda vida es sagrada. Un código esencial vinculado a nuestra condición humana, que estaba a salvo de cualquier contingencia. La verdad no se negocia. La verdad no se pone en manos de una opinión transitoria. La verdad, luz del mundo, sal de la tierra, proyección del aliento del Creador, no puede ser vulnerada ni desguazada .
Para los cristianos, lo que se hizo en los años de entreguerras no fue un error político, o un desorden de civilización, o una deriva cultural solamente. Lo que se produjo fue el pecado, el pecado de creer que la vida de cualquier hombre puede ser pisoteada al servicio de la historia, de la nación, de la raza o de la opulencia de los mercados. Los cristianos no solo cometemos errores. Los cristianos pecamos. Y rezamos a diario la oración de Jesús, que ruega para que no se nos deje caer en la tentación. A los cristianos no se nos absuelve con la ridícula facilidad que algunos creen. Debemos arrojarnos en los brazos de la misericordia de Dios para pedirle que nos perdone, porque nos rompe el corazón haberle ofendido.
Jesús nunca nos deja. Con su ternura infinita, nos señala el camino de retorno a la fe y al esfuerzo de la bondad. Nos recuerda que lo que hacemos a los demás, a Él mismo se lo hacemos. Desde esta perspectiva conmemoramos los católicos el aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos sin olvidar el terrible periodo de nuestra historia que la propició. En esta efeméride, proclamamos la necesidad de nuestra fe, sabiendo que, en cada uno de los principios promulgados en 1948, resuena un mensaje que no hemos dejado de llevar al mundo desde que se enunció por vez primera en palabras del Hijo del Hombre, hace veinte siglos, en un rincón de tierra áspera, endurecida y exigente, muy cerca de donde expira el Mediterráneo.