Ana Martínez Gil: «Ni en un alzhéimer avanzado desaparece la persona»
La labor de los investigadores no se circunscribe al laboratorio. Al menos, no para Ana Martínez Gil (Madrid, 1961). Siempre intenta estar en contacto con los enfermos. Son el sentido último del trabajo de su equipo, que trabaja para desarrollar fármacos para enfermedades neurodegenerativas, raras y olvidadas. Este espíritu también lo vive en casa, con sus siete hijos, su madre enferma… y su voluntariado
En el colegio, quería ser pediatra. ¿Cómo acabó en un laboratorio del CSIC?
Los once años de la carrera de Medicina me parecían mucho tiempo, porque tenía claro que quería casarme y ser madre. Pensé en Farmacia, pero no sabía todo lo que se puede hacer y pensé que «para vender medicinas, vendo bombones y no estudio tanto». Entonces me decidí por Químicas. Hice la tesina y la tesis sobre fármacos anticancerosos. A finales de los 80 me presenté a unas oposiciones al CSIC con un proyecto sobre alzhéimer. No las saqué, y busqué cosas más básicas para aprobar. Pero cuando pude montar mi propio grupo de investigación, en 1995, lo retomé. Había mucha necesidad de investigación.
Ahora su equipo, con otras tres investigadoras titulares y 20 estudiantes, aborda también otras enfermedades neurodegenerativas y enfermedades raras. ¿No es abarcar mucho?
El campo es amplio pero la metodología es la misma: diseñar y desarrollar nuevos fármacos. Nuestro interés y nuestro sueño es ser útiles; que cuando nos jubilemos, algo de todo lo que hemos hecho haya llegado a curar a algún paciente.
Una de sus especialidades es el alzhéimer, sobre el que también hace bastante divulgación. ¿Qué sabemos realmente sobre esa enfermedad? ¿Cómo se puede encontrar una cura si desconocemos su causa?
No conocemos la causa, solo tres factores de riesgo: la edad, en un 5 % de casos un factor genético, y el estilo de vida. Pero sí vamos identificando las proteínas que funcionan mal dentro de las neuronas de los enfermos. Y con nuestros fármacos, intentamos corregirlo para que evitar la muerte de esa neurona. El panorama ha cambiado mucho. Hasta hace cinco años, parecía que íbamos a poder curarlo con fármacos que actuaban sobre una de las proteínas implicadas, la beta-amiloide. Pero todos los ensayos se han ido cayendo, porque aunque los niveles altos de esta proteína bajaban, no pasaba mucho más.
Habrá quien diga que las investigaciones no han funcionado.
¡Pero sí funcionan! Ahora ya sabemos que no es esto, o que para que funcione, hay que afrontar los niveles altos de esa proteína en los estadios más tempranos de la enfermedad, cuando todavía no tiene síntomas. Se están desarrollando biomarcadores para detectarlos con un análisis de sangre. Mi opinión es que, en cinco o diez años, podremos tener esos análisis en el sistema sanitario, como los de colesterol hoy.
Otra cosa que hemos aprendido en todos estos años de investigación es que en una enfermedad tan compleja no puede ser que cada equipo trabaje solo sobre una proteína. Tiene que ser un enfoque multifactorial: o un fármaco que toque varias proteínas, o distintos fármacos. Es un cambio de mentalidad que nos está costando.
¿Ha salido ya algún fármaco de su laboratorio?
En los laboratorios de un centro público puede nacer una molécula que funcione en animales, pero no puede llegar a un paciente si no pasa por la industria farmacéutica. La que llegó más lejos lo hizo hasta la fase II –son tres– de los ensayos clínicos. Mostró algunos signos de eficacia en pacientes de alzhéimer, pero llegó la crisis y la empresa que la desarrollaba cerró. Después vimos que funcionaba también, en animales, para el síndrome del cromosoma X frágil, un tipo de autismo con déficit cognitivo. Una asociación americana de padres de niños con este síndrome vio nuestra publicación, nos llamaron, y gracias a ellos hemos conseguido que la patente quede en manos de una compañía formada por dos científicos con hijos autistas, y está a punto de ser aprobada para este uso.
¡Vaya carambola!
Se puede llamar suerte, se puede llamar providencia… pero tienes que estar dentro y trabajando cuando llama a tu puerta.
No es un camino fácil, entonces.
En el laboratorio puedes tener un fármaco innovador con un mecanismo de acción muy bonito que funciona en animales. Pero para iniciar los ensayos clínicos, las agencias reguladoras te piden sobre todo que sea seguro para el ser humano. A este paso, lo llamamos «el valle de la muerte», porque la mayoría de moléculas no consigue pasarlo. El otro gran salto es de los ensayos clínicos al mercado. Estadísticamente, solo una de cada 5.000 moléculas que se desarrollan va a llegar a las farmacias. La que lo hace no tarda menos de 15 años, y con una inversión acumulada de entre mil y 1.500 millones de euros. Ningún programa de investigación cubre estos procesos, necesitas a la industria farmacéutica. Tienen mala fama, pero ¿quién invierte esa cantidad de dinero, con una probabilidad de éxito entre 5.000 y a 15 años vista?
¿Dónde queda la persona cuando unas proteínas defectuosas parece que prácticamente la anulan?
El lema del Día Mundial del alzhéimer este año fue precisamente Sigo siendo yo. Parece que no te conoce, le tienes que lavar, cuidar, dar de comer… pero la persona nunca desaparece. Está intrínsecamente unida a la vida y por eso la vida es valiosa siempre. No sabemos si en algún momento hacen alguna conexión y son capaces de darse cuenta de lo que les está pasando. Pero sí sabemos que, cuando ya está muy avanzada la enfermedad, el estímulo que más les hace reaccionar es el cariño. Ahí está la persona. Eso no nos lo puede arrancar. En el caso de otra neurodegenerativa, la esclerosis lateral amiotrófica, que deja un cerebro intacto en un cuerpo que se va quedando inmóvil, son los pacientes los que nos dicen –a veces con el movimiento de sus ojos sobre un ordenador que luego lo lee– «por favor, dedicadnos tiempo, tratadnos como personas hasta el final».
¿Cómo permite Dios que su criatura más perfecta quede así de desfigurada?
No tengo una respuesta fácil. Pero para todo hay un porqué, aunque no sepamos descubrirlo. Y ese porqué profundo es nuestro bien. Esto es muy duro decirlo a un enfermo o su cuidador. Pero hay que buscarlo, y entonces descubres que hay vida después, y que hasta en la situación más difícil puedes generar mucha vida alrededor. Yo he aprendido mucho de los pacientes con ELA. Ellos mismos —y la sociedad— podrían sentir que no tienen valor. Pero ellos son la esperanza para la investigación, y dan ánimos a mucha gente.
¿Se adivina algo sobre la mente o el alma al trabajar sobre el cerebro?
Personalmente, cada vez estoy más convencida de que no hay tanta separación entre cuerpo, espíritu y alma. Y la ciencia está descubriendo cada vez más lo unida que está lo espiritual a nuestra biología. A medida que avanza la ciencia, cada vez se conoce más la base orgánica de enfermedades que hasta ahora se clasificaban como psiquiátricas o sin base orgánica. En un futuro muy próximo nos vamos a tener que replantear esta división entre psiquiatría y neurología.
¿Vamos entonces hacia una visión materialista que lo explica todo por la biología?
O a ver que somos un cuerpo almado o un alma corpórea, totalmente integrado. Por eso se desarrollan terapias no farmacológicas que, aunque no frenan la enfermedad, mejoran la calidad de vida de los pacientes: la musicoterapia, la terapia con animales… Ese desarrollo de la afectividad, ese placer, genera endorfinas con un efecto beneficioso. Y en el ámbito del alzhéimer, un envejecimiento saludable –relaciones sociales, actividad intelectual, un carácter positivo y estabilidad espiritual– es por ahora lo único que tenemos para prevenirlo de manera secundaria.
¿No echa de menos ese contacto humano con los enfermos que habría podido tener siendo médico?
No lo he perdido, precisamente porque al trabajar en química médica siempre he podido acercarme mucho a los pacientes.
Alude continuamente a ello. ¿Concibe su labor en el laboratorio sin esta faceta?
Cuando empecé, nada más veía fórmulas y artículos. Pero cuando tomé las riendas de mi propia investigación empecé a intentar llegar a la sociedad, al paciente. Cada vez intento aprovechar más las oportunidades de salir y hablar con las asociaciones, y me encanta. Y procuro también que todo mi equipo tenga este contacto. Es lo que más nos puede estimular en nuestro día a día. Porque la investigación es dura, las cosas no salen, y tienes que estar muy preparado para la frustración.
¿En qué consiste esta relación?
Hemos tenido algún proyecto de investigación financiado o cofinanciado por ellas. Ese apoyo es muy importante y nos estimula mucho. Pero la labor más importante que hacen es concienciar a la sociedad y a las instituciones para que se invierta más en investigación. Para los políticos, su voz es mucho más importante que la nuestra. Gracias a ellas, el panorama está cambiando muchísimo. Por ejemplo, las enfermedades raras infantiles cada vez se investigan más, y es por las asociaciones que crean esos padres, que están en la flor de la vida y solo quieren que sus hijos y otros niños puedan salvarse. También hay cada vez más interés entre el público en general. Por eso también es muy importante nuestra labor de divulgación.
¿Es entonces una relación solo profesional?
La vida te lleva a estar con enfermos. En lo personal, mis hermanas y yo hemos sido cuidadoras de mi padre, y ahora de mi madre. Además, el voluntariado siempre ha estado muy presente en nuestro proyecto de familia. Ahora soy voluntaria de la ONCE, y también nos hemos dedicado a la pastoral familiar, dirigiendo un COF durante doce años. En este ámbito también buscábamos el bien de nuestros hijos (tenemos siete), porque queremos una sociedad mejor para ellos.
Desde hace unos años, su equipo trabaja también con enfermedades olvidadas. ¿Olvidadas por quién?
Son enfermedades que realmente necesitan una cura porque afectan a mucha población, pero como ocurren en países con rentas muy bajas las empresas no investigan mucho. Tenemos proyectos sobre chagas, leishmaniasis, esquistosomiasis, ébola… Muchas veces han surgido porque coincidimos en congresos con grupos de Brasil, Argentina, Egipto, y nos hablan de sus necesidades. Siempre he tenido esta convicción personal, pero hay que esperar a que salgan convocatorias de proyectos para participar. Hay que estar muy en contacto con la OMS y con entidades creadas para promover la investigación. La experiencia que se va acumulando así y a través de los grupos internacionales con los que trabajamos en red nos permite abaratar costes para ayudar a las farmacéuticas, que son las que tienen que invertir para fabricar medicinas. Se están desarrollando espacios de cooperación científica en laboratorios abiertos, pero todavía queda camino para determinar quién desarrolla, quién vende o quién regala esa medicación. Estamos en un mundo en cambio, y esperemos que en estos aspectos sea para bien.
¿Es fácil convencerlas para que inviertan tanto y luego acepten vender las medicinas lo más barato posible?
No demasiado. Pero hay farmacéuticas que tienen fundaciones y lo hacen a través de ellas. Empieza a haber cada vez más responsabilidad social, y a nosotros nos gusta estar ahí.