Hace unos días escribía en mi cuenta de Twitter: «Papa Francisco, eres valiente en desvelar la verdad del Evangelio y mantener viva la misión de la Iglesia: dejas entrar, devuelves dignidad, eres pobre y estás con los pobres, abres los ojos para ver, pides perdón. Rezamos por ti». En esta línea, esta semana quiero manifestaros algo que llevo en el corazón siempre: la Iglesia de la que somos miembros o está unida a Pedro –y hoy Pedro es Francisco– o pierde su identidad. Aquella que Nuestro Señor Jesucristo quiso darle desde el principio: somos un Cuerpo con muchos miembros y cada uno de ellos tiene su función, pero quien da unidad en su esencia, en el amor, la fidelidad y la visibilidad en este mundo de la misión que el mismo Señor le entregó, es el Sucesor de Pedro.
Desde el inicio de su pontificado, el Papa Francisco nos ha dado ejemplo con su vida de cómo el Señor nos ha elegido y nos ha hecho miembros vivos de la Iglesia. Por pura gracia nos llamó a la pertenencia eclesial para estar dando vida siempre. Esa vida que se nos regaló en el Bautismo y que, aprendiendo de Nuestro Señor Jesucristo, la damos sin guardar nada para nosotros. ¿No es esto lo que nos enseña el Papa no solo con sus palabras, sino con su vida misma? Nos recuerda que «sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos», tal y como nos dice el apóstol san Juan. Nos está mostrando con su actuar y con sus palabras que «el que odia es homicida y no lleva vida sino muerte». Lo hace regalando misericordia, que es «la viga maestra que sostiene la Iglesia», y poniéndonos en la verdad ante todas las intoxicaciones, pecados, infidelidades y abusos que aparecen en el mundo y también en algunos miembros de la Iglesia.
¡Qué esperanza y alegría engendras en nuestro corazón al verte dando vida siempre en tus encuentros, por ejemplo en el que hace muy pocos días has tenido en Irlanda con las familias, y con tus palabras dirigidas a todos los hombres en todos los caminos en los que se encuentren! Gracias, Papa Francisco, porque con tu comportamiento, incluso con quienes se manifiestan contrarios, siempre das esa respuesta que solamente se puede dar cuando uno vive lo que nos dice san Juan: «Hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos».
Además, Papa Francisco, en tu ministerio petrino nos estás hablando y enseñando a responder a esta pregunta: ¿cómo se curan las heridas que aparecen en la vida de los hombres? Se curan cuando somos capaces de dejarnos llevar por la gracia y por el amor de Cristo, cuando somos su luz, sus manos, su corazón, sus pies. Es así como curamos. No lo hacemos desde una versión ideológica de la fe que responde a gustos personales, sino desde un seguimiento radical de Jesucristo, que «espera sin límites, aguanta sin límites y ama sin límites», hasta dar la vida por quien es diferente y es capaz de vivir y decir como Él desde la Cruz: «Perdónalos que no saben lo que hacen». Curamos cuando vamos envueltos en la gloria del Señor y entramos por los caminos de su justicia, de su paz y de su amor.
Gracias, Papa Francisco, porque nos propones siempre decir al Señor: «Aquí estoy», es el gesto de María nuestra Madre. Nos enseñas a mirar como Ella y a que palpite nuestro corazón al unísono de su corazón. Cuando le decimos al Señor: «Aquí estoy», hacemos sus obras y estamos aprendiendo junto a Pedro, junto a ti, Papa Francisco, a soltar cadenas injustas, desatar correas del yugo, liberar al oprimido, saciar el alma del afligido, partir el pan con el hambriento, hospedar al pobre sin techo, cubrir al desnudo… A nunca desentendernos de los nuestros que son todos los hombres. Esto puede incomodarnos, porque nos hace salir de nosotros mismos y ponernos ante el Señor. Cuando queremos vivir sin movernos, sin cambiar, como si nada estuviera pasando en nuestro mundo, sin cambiar nuestro corazón y nuestra mirada, molesta. Pero si somos sinceros con nosotros mismos y ponemos la vida a la luz del Señor, hemos de agradecerte que nos lo recuerdes y que nos digas que ha de ser «el Señor el que nos guíe siempre».
El amor de Dios es misericordioso, y ese amor nos juzga. Papa Francisco, nos lo haces ver con tu presencia entre nosotros, con tus reacciones, con tus decisiones… En todos los que encontramos, nos haces ver que son rostros y llagas de Cristo. ¡Cuánto bien nos haces y cómo agradecemos tener buen guía! ¡Qué paciencia tienes para reunirnos y mostrarnos que nos enriquecemos unos a otros y que nadie sobra en la Iglesia! ¡Qué fortaleza manifiestas cuando no te arredras ante las dificultades! Gracias.
Contigo como Sucesor de Pedro y entre todos y con todos, sin excluir a nadie, hacemos posible que otros puedan decir: «Yo como ellos». Sigue ayudándonos. Las voces discordantes, cuando son para buscar lo suyo, no las escucha nadie y, si alguien lo hace en un primer momento, enseguida se da cuenta de que es una voz extraña y su corazón y oído pronto le hacen caer en la cuenta de que esa no es la voz del Señor que nos llama siempre a la unidad, a la paz, a crear la gran familia de los hijos de Dios. Contigo, Papa Francisco, percibimos cómo Pedro sigue guiando a la Iglesia y sigue proponiéndonos lo mismo que el Señor: «Rema mar adentro, no tengas miedo».
Manifestemos nuestra unidad con el Sucesor de Pedro, el Papa Francisco, que nos está invitando a tener un encuentro abierto con Cristo y así ir adonde y como están hoy los hombres. «La Iglesia está llamada a ser siempre casa abierta del Padre» (EG 47).