Si las mesas hablaran, escucharíamos historias sobre firmas de acuerdos de paz, de paellas dominicales en casa de la abuela, de escenarios improvisados para recitar una poesía o de exámenes finales ante un tribunal de profesores con mirada desafiante. Pero cuando una mesa demuestra su máximo súperpoder es cuando la llenamos de amigos. Compartir mesa va más allá de un acto ritual. Sentamos en la nuestra a quienes queremos tener cerca. Les regalamos nuestro tiempo y lo mejor que hay en casa. Creamos ese espacio único para confidencias. Llenamos de significado el presente, hablamos del pasado, pero también soñamos con un horizonte de unidad cada vez más cercano. De ahí la importancia de la visita relámpago que ha realizado el Papa Francisco a Ginebra para celebrar el 70 aniversario del Consejo Mundial de Iglesias, siguiendo los pasos de Pablo VI en 1969 y de san Juan Pablo II en 1984. En un mundo en el que no se dicen más cosas, sino que se hace más ruido, Francisco les ha recordado: «El Señor nos pide unidad; el mundo, desgarrado por tantas divisiones que perjudican principalmente a los más débiles, invoca unidad». El diálogo implica abrir espacios de conversación donde nos podamos encontrar. Y en Ginebra, ante una mesa y en dos encuentros ecuménicos con la institución que reúne a más de 500 millones de fieles, ha quedado demostrado que caminar, rezar, trabajar y evangelizar juntos está contribuyendo a cerrar antiguas heridas, provocadas, según Francisco, por «una mentalidad mundana que buscaba primero los propios intereses y solo después los de Jesucristo». Las relaciones fracasan cuando se habla y no se escucha. Por eso el Papa ha viajado a Ginebra a escuchar y a que le escuchen. La unidad en la diversidad reflejada en los compañeros de mesa: un pastor luterano noruego, Olav Fykse Tveit, secretario general del Consejo Mundial de las Iglesias; la teóloga anglicana de Kenia, Agnes Abuom, que iba vestida de negro como gesto de solidaridad con las mujeres explotadas en todo el mundo; el representante del Patriarcado ecuménico de Constantinopla, Gennadios de Sassima, y la obispa metodista norteamericana Mary Ann Swenson, que ejerce su ministerio en Hollywood. El mejor regalo que se puede hacer a una familia es una mesa camilla alrededor de la cual sentarse a hablar. Es la filosofía del Papa Francisco. Que las diferencias teológicas entre cristianos no nos impidan remar unidos en todos los fines que compartimos. El lema de «hacer el bien juntos» a favor de los necesitados es uno de los mejores caminos para el buen entendimiento. Pero al Papa no se le oculta que el esfuerzo paciente por recuperar la unidad de los cristianos «significa con frecuencia, a los ojos del mundo, trabajar sin provecho. El ecumenismo es una gran empresa con pérdidas. Pero es la pérdida evangélica trazada por Jesús: el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierde su vida por mi causa la salvará». Normalizar el diálogo ecuménico significa aceptar que estas pérdidas no son excusa para acortar distancias. En Ginebra, ante una mesa de mantel blanco se disiparon los tonos grises del pasado y quedó confirmado que en el diálogo con los amigos se encuentra también el germen de la paz de la que tanto necesita el mundo.