No existe persona que no haya hecho alguna vez el listado de sus temores. En un momento de penumbra existencial, ¿a qué tenemos miedo? A las penalidades de una enfermedad, al dolor de la pérdida de los seres amados, a esa estancia prisionera que es la soledad. Incluso a esa muerte que no lo es nunca más que en su presentimiento, cuando podemos imaginar su golpe helado. Esa muerte que nos aguarda, como aguardaba al protagonista de La montaña mágica, observando sus huesos en los rayos X y pensando, solo entonces, que era un ser destinado a morir.
Pero nada hay que cause tanto pavor como el silencio. Lo que nos permite vivir como hombres es hablar. La frase inaugural del Evangelio de Juan se refiere al Verbo como inicio de todo y nuestra cultura no ha dejado de recordarnos que es la palabra lo que siempre nos queda, al principio y al final. Los dioses y los hombres combatieron en la primera de las grandes guerras porque un poeta ciego recopiló una muchedumbre de leyendas y les dio la forma de un extenso e insuperado poema épico que se iniciaba con la cólera de Aquiles.
Jesús no se limitó a meditar, aislado en el desierto o enmudecido en un monasterio. Nos habló. No ha dejado de hablarnos durante 2.000 años. Explicó el misterio de nuestra relación con Dios mediante metáforas, resumió nuestro vínculo con el Creador en la oración del padrenuestro, resumió el amor y la esperanza en el sermón de la montaña. Lanzó desde la Cruz, en su agonía indescriptible, su grito de reproche y sus palabras de consuelo. Pues no hablamos solo para comunicarnos con otros. Hablamos para dar nombre a las cosas, para comprender el mundo, para darle consistencia y poder habitarlo con el corazón y la razón. «Nosotros hemos vivido para salvaros las palabras. Para devolveros el nombre de cada cosa. Para daros el recto camino de acceso al pleno dominio de la tierra», escribió Salvador Espriu, fiel a su oficio de poeta de establecer la relación más íntima y sagrada entre la realidad y el verbo, signo del espíritu. La palabra es penetración en la sombra que nos rodea hasta nombrarla. La palabra es luz arrojada al desorden del mundo anónimo y enmudecido. La palabra es hallazgo y resistencia de lo que somos. Un mundo en silencio es un mundo sin alma.
Por eso rezamos. Lo hacemos en grupo, recitando la perfecta oración de Jesús, que nos habla de un Padre que es de todos, no solo de cada uno. A cuya voluntad nos entregamos. A cuya promesa de venida del Reino atendemos, confiados. De cuyo amor esperamos el bienestar, el origen de nuestra rectitud y la preservación del mal. Rezamos juntos recordando la vida de Jesús, y reiterando el mensaje al que la Iglesia ha dotado de nuevas palabras durante veinte siglos. Rezamos juntos porque al cantar, unidos, damos forma y voz a nuestra comunidad de creyentes.
Pero no nos basta. Porque nuestra plegaria se realiza también a solas. «¿Cómo llenarte, soledad, sino contigo misma?», escribió Luis Cernuda. El propio poeta sevillano respondía: hablando a solas, dando a la soledad su propio nombre. Y en ella, los cristianos oramos. Hablamos con Dios sin recurrir a fórmulas, aunque muchas veces hallemos en el padrenuestro el mejor modo de confortarnos, de descubrir lo que es nuevo y permanente a la vez. Hay un hombre angustiado que habla al Creador, se muestra humilde y se considera afortunado por ese vínculo que le permite atisbar la eternidad, incluso cuando todo parece conjurarse para hacer de cada uno de nosotros un pedazo de materia sin sentido.
Una plegaria nueva
Hablamos con Dios buscando una plegaria nueva, tendiendo las manos hacia el fondo del espíritu que yace sangre abajo, que ondea en la cima de nuestra carne o que tapiza con su aliento nuestra respiración constante. Rezamos porque, en ese momento perfecto, tierno, difícil, lo que está hablando no es solo un ser dotado de los beneficios biológicos de la evolución. Rezamos porque nuestro privilegio es poder pulsar con los labios la eternidad. En la plegaria habla siempre nuestra convicción de ser parte de un gran proyecto universal. Habla nuestra conciencia de plenitud, nuestra inmortalidad, nuestra redención.
Rezamos tratando de encontrar en las palabras el nombre de esa inmensa alegría de sabernos criaturas del Todopoderoso. Rezamos para que se apiade de nosotros. Rezamos para decirle que no somos dignos de Él, pero que confiamos en su misericordia. Rezamos para decirle: «Señor, hago cuanto está en mi mano, y deseo usar esa libertad que me has proporcionado para ser bondadoso, para acercarme a lo que esperas de mí. Pero necesito tu fuerza, tu compasión, tu presencia y tu apoyo». Rezamos porque tenemos miedo a dejar de tener ese diálogo con nuestra conciencia y a no poder hablar a Dios. Rezamos para sostener en pie esa fe que nos permite saber que Él se encuentra ahí, en el fondo de nosotros mismos, en nuestra voz exhalada, en las palabras que hemos aprendido con su ayuda. Rezamos porque en el principio fue el Verbo, y porque el Verbo no deja de decirnos esa Verdad esencial que nos da significado. Y nosotros, los que no somos dignos, rezamos para escucharle: «Pero una palabra tuya bastará para salvarme».