«Asistí y participé en el Concilio –confiesa don Marcelo–, desde el primero al último día de su celebración. Era uno de los obispos más jóvenes en el Aula conciliar. Me relacioné intensamente y conversé mil veces no solo con mis hermanos, los obispos españoles, sino con los miembros de otros episcopados y con los representantes de las diversas confesiones religiosas que estaban en Roma como observadores. Fui al Concilio con el alma llena de anhelos de renovación y aun de reforma, comunes a tantos obispos que así lo habíamos sentido durante nuestro ministerio sacerdotal, en contacto muy estrecho con las necesidades y reclamaciones de nuestro tiempo, no solo el de la sociedad española de aquellos años. ¡Con cuánto entusiasmo y con qué enorme sinceridad asumimos la tarea tan fatigosa a que fuimos llamados! De los que participamos en todas las sesiones del Concilio solamente quedamos cinco en el ejercicio activo del episcopado en España: otros cinco tomaron parte en algunas sesiones, no en todas, o bien porque eran obispos auxiliares, o porque fueron nombrados durante el Concilio. Volvimos todos a nuestras diócesis, conscientes de que empezaba una nueva época en la Iglesia en la que todos, obispos, sacerdotes, comunidades religiosas y laicos, disponíamos de una experiencia religiosa, una enseñanza doctrinal y unas orientaciones pastorales que, en conjunto, representaban un riquísimo tesoro para trabajar en el servicio a Dios y al hombre, tal como lo había expresado el Papa Pablo VI en su famoso discurso de clausura del Concilio, pronunciado en la Basílica de San Pedro el 7 de diciembre de 1965. Podíamos y debíamos, a partir de entonces, alimentar nuestra vida con el Concilio».
Somos muchos los que recordamos en estos días y damos gracias al Señor por ello, los 100 años redondos de don Marcelo. Nacido el 16 de enero de 1918, día de san Marcelo, lo hemos tenido con nosotros hasta el 25 de agosto de 2004. Pisemos juntos, si os parece, al menos una huella de su paso por las tres diócesis que rigió como obispo: Astorga, Barcelona y Toledo.
Su querido colegio de Astorga
En Astorga visitamos un prestigioso centro formativo y residencial: el colegio Santa María Madre de la Iglesia. Es una obra educativa y de convivencia pensada y querida por este padre conciliar del Vaticano II. En otros lugares de la geografía, explicaba un día don Marcelo en abierto diálogo con sus diocesanos, otros levantarán monumentos de otra índole al Concilio recientemente celebrado en Roma.
Nosotros con alguna subvención oficial y muy diversas ayudas de otra índole levantaremos un centro social, docente y formativo que lleve el nombre de Santa María, Madre de la Iglesia. Acariciando este propósito, don Marcelo había conectado ya en Roma, para regentarlo con los hermanos holandeses de la Fraternidad de Nuestra Señora de Lourdes, muy preparados en este campo de la educación especial. Ellos se hacían cargo de la dirección del centro, de la atención a quienes, si quedaban sin familia, serían atendidos, hasta el final de sus días, en este lugar. Con campañas de Navidad de Radio popular de Astorga dirigidas por don Esteban Carro Celada, de feliz memoria, fuimos dando pasos. El arquitecto Mirones y su aparejador ofrecieron gratuitamente sus proyectos, y en una noche navideña memorable también don Marcelo ofreció su anillo pastoral que fue subastado y adquirido por el entonces director de Cáritas diocesana. Devuelto el anillo a don Marcelo se quedó en el colegio que fue definiendo su fisonomía propia y característica en 50 hectáreas de terreno adquiridas entonces por 50 millones de pesetas.
Cáritas diocesana de Astorga y la Diputación provincial de León formaron un patronato. Como primer secretario del mismo, puedo certificar que las aguas de este canal empezaron a moverse. Hoy tengo entendido que tanto el proyecto como la realización han recibido algunas modificaciones enriquecedoras.
Barcelona. La fe conocida, vivida y amada
En una carta pastoral, fechada el 24 de septiembre de 1967, festividad de la Santísima Virgen de la Merced, Patrona de Barcelona, don Marcelo, arzobispo de la misma, explicaba: «Si miramos a nuestro alrededor, veremos que hoy están en crisis de manera alarmante dos pilares de nuestro cristianismo: el de la fe y el de la autoridad. No se tiene fe en la autoridad; no tiene autoridad la fe. Por otra parte, nunca como en estos providenciales tiempos de reforma y construcción hemos estado tan necesitados de estas dos ayudas: pues sin la fe nada se puede edificar; y, sin la autoridad, todo termina por caer. Y es que no se repara suficientemente en que ha sido el mismo Dios quien ha querido salvar al hombre por la obediencia de la fe en Jesucristo: en sus palabras, en su persona, en su misión. Ni se considera debidamente que es el mismo Jesucristo quien sigue ejerciendo su autoridad por medio de quienes visiblemente le representan… ¿Es que no vamos a ser capaces de unir nuestros espíritus, en la oración y en el trabajo apostólico, por encima de cualquier otra consideración, hasta encontrar los caminos y métodos más adecuados para la exposición de la fe y la educación de la misma en el alma de quienes se nos han encomendado? Espero que sí, porque espero en vuestro noble sentido de responsabilidad, en vuestra formación y en la generosa respuesta que dais generosamente a Dios. No consintáis en exposiciones sobre la fe invertebradas, inconexas, meramente sociológicas o excesivamente problematizadas. San Pablo, en sus cartas, expuso la doctrina de la fe con todo rigor y densidad; con afirmaciones, no con dudas; señalando dogmas, no favoreciendo opiniones confusas y el mundo en que vivió fue un mundo alejado y lleno de problemas de toda índole. No permitáis que nadie cause daño al Concilio y a la Iglesia con interpretaciones caprichosas e irreverentes, que reflejan muchas veces un positivo desprecio del Magisterio del Papa y de los obispos. Así se empieza, sí, pero no se sabe cómo se termina».
Este fue, a mi juicio, el punto central de la preocupación más honda de don Marcelo en sus años de pastoreo en Barcelona. Trataba de poner en juego la parte que a él correspondía, con una predicación continuada: homilías, conferencias, cartas y escritos pastorales, etcétera. Invitaba con insistencia a que los demás grupos y personas hicieran lo mismo. Consciente siempre de que la parte más importante correspondía al Espíritu Santo.
Toledo. Seminario nuevo y libre
«No es un misterio que el Seminario constituye la gran pasión de don Marcelo –escribe el cardenal Antonio María Javierre–. Nada extraño que los puntos de su pluma rezumen experiencia y transparencia. Conoce a fondo la temática y la elabora con maestría. Y con suma prudencia: la delicadeza propia de la formación sacerdotal impone cultivar el campo con solicitud y caminar con puntillas para no pisotear la sementera. ¿Por qué no hacer tesoro de las reflexiones de un experto consumado?».
«En plena crisis mundial, llamó la atención en Roma el espectáculo de Toledo, con tres Seminarios Mayores y otros tantos Menores, repletos de seminaristas y en pleno proceso de expansión. Si es cierto que buena parte del éxito en materia vocacional es fruto de contagio, habrá que suponer que fue muy intenso el entusiasmo de don Marcelo. No lo había disimulado al iniciar su misión en la sede primacial de las Españas. “Pienso, escribía, que ningún servicio más fecundo puedo prestar que el de mi trabajo ordenado, constante y fiel en favor de las vocaciones sacerdotales y del sacerdocio”… No cabe duda, por tanto, que el autor de estos escritos sabe de veras de qué escribe. Una lectura reposada sobre los mismos certifica que el autor escribe de lo que mucho sabe. Don Marcelo vio claro el cometido asignado al Seminario Menor. “Con notable claridad de objetivos –observa la Congregación– se ha ido modificando su fisonomía, desde un Colegio-Seminario abierto a todos hasta un Seminario Menor propiamente tal. En efecto, el Seminario Menor debe entenderse como una comunidad de jóvenes que vibran con el anhelo del sacerdocio de Cristo, a quienes, en régimen de internado, se imparte una formación apta para el cultivo de su vocación”…».
La Congregación se congratula por la «calidad de la formación intelectual impartida en el Estudio San Ildefonso, gracias a un buen claustro de profesores y en el enriquecimiento de su biblioteca, y la atención que se concede a la formación humana y cultural de los alumnos, y expresamos nuestra satisfacción. Pero el conocimiento evangélico va mucho más allá, condicionado como se halla por el amor. Un amor oblativo que lleva al Buen Pastor a dar la vida por las ovejas». De ahí la justeza de la nota de la Congregación: «Pero un punto queremos destacar sobre todo: se trata de la insistencia en la formación espiritual. Ella corresponde exactamente a la necesidad urgente para la nueva evangelización formulada en el último Sínodo Extraordinario de los Obispos en estos términos: ”hoy es absolutamente necesario que los pastores de la Iglesia sobresalgan por el testimonio de santidad”. Las demás cualidades de un pastor son hoy día sumamente importantes, pero ésta es sumamente necesaria». Quien escribe así en el prólogo de este volumen es el cardenal Antonio M. Javierre, Bibliotecario y Archivista de la Santa Iglesia Romana.
En las páginas de este volumen aparece la carta pastoral de don Marcelo que dio vuelta a medio mundo y que ha conseguido resultados espléndidos, en España y fuera de España: Un Seminario nuevo y libre. Las aspiraciones han sido nobilísimas y los resultados están a la vista. Sin embargo, don Marcelo sigue soñando: «Que ni una sola Parroquia de la Diócesis deje de tener, con el tiempo, un sacerdote y una religiosa en España, y un misionero o misionera en otros países. Tratar de conseguir esto sería un buen programa de acción pastoral indispensable junto con las demás acciones que emprenderéis y en que trabajáis». Y una recomendación también atendible:
«Tenéis que orar mucho al Señor por las vocaciones, amarlas, dar ejemplo de fidelidad en nuestra consagración; llamar, llamar a adolescentes, jóvenes, adultos. Y estar convencidos de que sin sacerdotes que les atiendan, las parroquias y las comunidades se quedarán sin alma. Como ha dicho el Papa, ”no hay defensa ni crecimiento en la fe, si no hay sacerdotes dignos, dotados de una preparación humana, cultural y espiritual sólida, que los capacite para el delicado oficio de pastores del Pueblo de Dios” (Juan Pablo II, 19 abril 1980)».