Desmontando a Auster
Tomamos un café con Paul Auster para ponerle sobre la mesa las inquietudes más profundas que nos asaltan con la publicación de 4 3 2 1 (Seix Barral), nominada al Man Booker Prize, uno de los galardones literarios más prestigiosos en lengua inglesa
«Tras fumar durante 50 años empecé a toser tanto que tuve que dejarlo y ahora prefiero los cigarrillos de vapor, sin nicotina, sin alquitrán y sin el tabaco», confiesa Paul Auster, «porque ya tengo una edad». Frente a mi café, su agua mineral. El paso del tiempo que le ha cambiado gestos también ha dejado marca en las maneras de su escritura. Nos damos cuenta del enorme peso con que le carga haber pensado tanto en la muerte, a solas en su cuarto con sus manuscritos, aunque celebre constantemente la vida desde la creación artística. Y lo cierto es que acudimos a la cita tras haber constatado que su 4 3 2 1 ha perdido poesía para ganar realismo en lo social. Pero ¿ha dejado la obra austeriana de ser la caja de resonancia de la música del azar? Esa es la gran pregunta frente a las nuevas casi mil páginas.
Pesimista y nihilista confeso de siempre, cierto. Se recoge su testimonio literal en Experimentos con la verdad. Agnóstico. Pero antes había en sus escritos un eco profundo que nos invitaba a buscar al gran director de orquesta, primer motor aristotélico: Dios entre bambalinas. Algunos aún creemos escucharlo en la lejanía, con reminiscencias de aquello tan hermoso de Tom Wolfe, de que «la casualidad es el disfraz que usa Dios para conservar el anonimato». Sin embargo, Auster se empeña durante nuestra conversación en desmentírnoslo cada vez que tiene ocasión: «No soy filósofo ni veo interpretaciones místicas en mi obra». Escucharle desmarcarse de lo filosófico nos parece muy chocante tras haber leído La vida interior de Martin Frost, con sus tensiones entre el idealismo de George Berkeley y el empirismo de David Hume y, si apuramos, con Platón como ganador de la batalla. ¿Fueron imaginaciones más nuestras que suyas, atando cabos equivocados, de verdad?
Lo inesperado
Pero más inaceptable resulta escucharle desmarcarse de lo místico con tanto ahínco, a él, que viene siendo nuestro gran cazador de coincidencias. Nos rebelamos como lectores. Le decimos que, cada vez que abrimos una novela suya, tratamos de hacer pie en lo profundo que cuenta acudiendo a otras obras anteriores de su bibliografía, sobre todo de no ficción como el ensayo de La invención de la soledad, tan socorrido para completar la lectura de 4 3 2 1. «Lo entiendo», nos dice.
De igual modo le explicamos que en cada novela muchos buscamos los patrones de las casualidades que va insertando en la trama, que siempre llevan camino ascendente, y que no podemos creer que él se fije y trabaje esas casualidades ajeno a motivaciones parecidas en algún momento y permanezca impertérrito en lo terreno. Es tajante: «No hay nada detrás de las coincidencias, ni misticismo, ni religión ni un significado trascendental». Se queja y tal vez ahí da la clave sin quererlo, en esa frenada en seco: «No hacéis más que hablar de coincidencias, pero es algo sobre lo que yo no puedo pensar en mi trabajo».
Claro que es igual de lícito para un escritor escoger una u otra opción, pero pensamos que no es lo mismo encontrar límites que autoimponérselos antes de tiempo en una prospección del escenario. Lo que sí es cierto es que es justo aquí, en este caso, está la barrera que separa el oficio de la intimidad, y que con Auster, como suele decirse, perdemos los papeles y nunca hemos podido separar lo profesional de lo personal. Deja ahí el tema, en cualquier caso, y nos invita como preferible a hablar de «lo inesperado» para quitarle toda connotación «a lo que la palabra coincidencia sugiere de innatural o improbable». Zanja definitivamente la cuestión asegurando: «Simplemente cuento cómo funciona el mundo tal y cómo yo lo conozco».
«Solo cuento la mecánica de la realidad»
Según nos narra las cuatro vidas de Archibald Isaac Ferguson en 4 3 2 1, con la página en blanco como símbolo de la muerte («ninguna palabra podría ser más elocuente que ese silencio»), no podemos sino concluir que este Auster es más cruel contra todo pronóstico que el de El país de las últimas cosas, donde la protagonista, a la que deja un poquito de margen, en el apocalipsis se agarra a Dios… Incrédulo, protesta: «¿Anna Blume, la protagonista, se agarra a Dios?». Se lo lanzo casi de memoria, y lo cierto es que agarrarse Anna Blume a Dios como tal, pues tampoco es del todo exacto; es de hecho exageradísimo, pero quiero ver la reacción de Auster, que es automática. Le matizo: «Hombre, alguna expresión sí le permite usted a Anna, como “Si Dios quiere”…». Acepta. Y me sorprende. Pero salta de ahí a la nueva novela para responder: «En 4 3 2 1 al final te das cuenta de que nunca sabrás dónde está la verdad». Lo ilustra, apuntando que al final todo se reduce en la nueva novela a «Ferguson haciendo un recuento vital tras sufrir el horror de la pérdida de un amigo». Basado, por cierto, en un hecho real. A veces la muerte, otra vez la muerte, parece que lo llena todo ante el ojo humano.
El gran ilusionista consagrado a dar crónica del hombre de nuestro tiempo mediante los juegos de naipes existenciales y espejos de autoficción se presenta ante nosotros con menos ganas de jugar que antaño, como un mecanicista. «Solo cuento la mecánica de la realidad», asegura. «Quizás yo no sea un novelista, tal vez solo sea un contador de historias, acaso haya ahí una diferencia». Añade para dar fuste que «no hay nada más emocionante que un lector quede bajo el hechizo de un escritor hábil que le cuenta una historia».
El mapa de su agnosticismo
Auster tiene 70 años, ha vivido lo suyo, y el 11S, y Brooklyn Follies, marcan un antes y un después en su vida interior, en su narrativa. Está de acuerdo con la primera observación, pero no con la segunda, ante la que reflexiona y en algo claudica: «No lo sé, yo no siento ningún cambio. No sabría cómo explicarlo, el alma de una persona es un lugar inmenso, poco a poco en los libros he ido explorando diferentes lados de ese algo que tengo dentro, es posible que al principio me concentrase en algunos motivos y más adelante en otros pero todo está aquí dentro; si la imaginación de un artista es un gran país, el primer libro es una provincia, el siguiente es otra, todo es el mismo territorio pero cada uno es diferente y cuando mueres tienes todo el mapa completo y hasta entonces no pueden hacerse las valoraciones, el caso es que ningún artista quiere seguir haciendo siempre lo mismo, tienes que moverte, explorar territorio nuevo».
El mapa en movimiento de la ciudad, el mapa de su obra total, el mapa de su agnosticismo. Nos deja la imagen de un auténtico genio contemporáneo que, voluntaria o involuntariamente, abre puertas que no quiere, acaso no puede atravesar. En eterna rebelión contra el estatus de profeta.